martes, 25 de marzo de 2014

La nacionalidad catalana y el consenso

La deriva soberanista que se respira desde hace meses en Cataluña, a propósito del reclamado “derecho a decidir”, es una muestra palpable del creciente deterioro del consenso constitucional conseguido hace 36 años, en el que fue pieza clave el reconocimiento y garantía del derecho a la autonomía de las nacionalidades. Es lamentable que lo entonces pactado por el poder constituyente, en circunstancias políticas hostiles, no sea desarrollado coherentemente varias décadas después por el poder constituido, cuando ya desaparecieron aquellas circunstancias (aunque traten de abanderarlas cada día los cornetas del apocalipsis). La actitud de Mariano Rajoy, su Gobierno y su partido apela a la negatividad que logran extraer del texto constitucional, sin utilizar las vías que abre para el diálogo y la negociación, que seguramente ni siquiera exigiría la posible reforma de la Ley Fundamental, más necesaria de actualizar en otros aspectos. Para encajar mejor a Cataluña en España, que es de lo que se trata..., hay que utilizar la herramienta del consenso. Pero Rajoy y los suyos no deben reproducir la posición de sus antecesores de Alianza Popular (AP) ante aquel consenso, porque entonces solo van a aflorar las líneas rojas, fruto de la oposición cerrada al mismo que representaron. La introducción en la Constitución del “derecho a la autonomía de las nacionalidades” (comprometido con la oposición antifranquista y sellado definitivamente en la Moncloa por Adolfo Suárez con Jordi Pujol y Miquel Roca el 16 de marzo de 1978) solo había tenido en la ponencia constitucional el voto en contra de Manuel Fraga, quien estimó “indiscutible”, con razón, “que nación y nacionalidad es lo mismo”. El texto aprobado por la ponencia por seis votos a uno reconocía “el derecho a la autonomía de las diferentes nacionalidades y regiones que integran España, la unidad del Estado y la solidaridad entre sus pueblos”. El impacto causado cuando se conoció esa inclusión hizo necesario edulcorar aquel acuerdo con una hinchada envoltura que lo hiciera digerible para los entonces llamados “poderes fácticos”, especialmente las Fuerzas Armadas. Así, el artículo 2 vigente dice farragosamente: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. La habilidad de quienes elaboraron el nuevo texto les hizo incluir, junto a la mención de la patria y otros vocablos que sonaban bien a los oidos centralistas, la innovación de que la Constitución “garantiza” ese derecho. Si lo que no gusta es la pregunta, ¿se ha negociado otra pregunta que resulte constitucionalmente apropiada? Se salvó el término “nacionalidades” a un precio político que tenía sentido entonces, por lo que aferrarse a la letra de aquel texto, como hace —ahora— Rajoy, no significa invocar el consenso constitucional, sino resucitar las amenazas al mismo, que los constituyentes se vieron obligados —entonces— a sortear, y alinearse con la excepción minoritaria de la AP de Fraga. Por lo demás, esa tajante fraseología, aparentemente irreversible, recuerda la legislación franquista que declaraba los principios del Movimiento Nacional, “por su propia naturaleza, permanentes e inalterables”. La rotunda declaración no impidió que tales principios pasaran, en su momento, al baúl de los recuerdos. (Curiosamente, la expresión “por su propia naturaleza” reaparece en el artículo 150.2 de la Constitución, invocado por el Parlamento catalán para que el Estado le transfiera o delegue la facultad de convocar un referéndum consultivo.) Ante propuestas catalanas consideradas por el Gobierno central tan excesivas, ¿cuáles son las ofertas sensatas realizadas desde ese sentido común tan valorado por Rajoy? Si lo que no gusta es la pregunta, ¿se ha negociado otra pregunta que resulte constitucionalmente apropiada? ¿Se ha planteado la elaboración de un nuevo Estatuto, que una vez convertido en ley orgánica por las Cortes Generales y aprobado en referéndum por el cuerpo electoral de la Comunidad Autónoma Catalana —“derecho a decidir”— entrara en vigor, sin riesgo de que fuera impugnado por los partidos, que ya pudieron corregirlo en el Parlamento? Así se evitaría una sentencia como la que dictó el Tribunal Constitucional en 2010, fuente de muchos de los problemas actuales. Y si Rajoy sufre impotencia política y no contempla nada para negociar, que pida consejo a los artífices del consenso que invoca. ¿Se le ha ocurrido solicitar un dictamen sobre un mejor encaje de Cataluña en España a los tres ponentes de la Constitución que sobreviven, del total de siete: Miquel Roca, José Pedro Pérez Llorca y Miguel Herrero? A ellos no les sería difícil encontrar una solución aceptable para todos, porque negociaron cuestiones más intrincadas. El estallido soberanista de Cataluña, que debe racionalizarse y ajustarse al máximo a la legalidad, no debe combatirse desde Madrid como una excrecencia patológica. Es preciso que el Estado social y democrático de Derecho que consagra la Constitución utilice todos los procedimientos políticos y jurídicos para conseguir ese encaje adecuado de Cataluña en España. Porque, 36 años después del pacto de 1978 y extinguidos ya los frenos franquistas y castrenses de aquel momento —o así tendría que ser—, ese nuevo acuerdo de España y Cataluña debe significar un avance democrático del consenso constitucional. fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/02/01/opinion/1391287926_075501.html

Un pensador para el siglo XXI

La obra de Jean-François Revel (1924-2006) no consiste solo en los veintiséis libros que escribió y que, además de la política, abarcan muchos géneros de su enciclopédica cultura: filosofía, arte, historia, literatura, información, gastronomía. También en los centenares de artículos que publicó en revistas como L’Express, Le Point y Commentaire y que, al igual que en los casos de un George Orwell o un José Ortega y Gasset, son textos neurálgicos de su reflexión intelectual. Porque Revel, aunque había tenido una formación académica de alto nivel —Escuela Normal Superior, donde fue discípulo de Louis Althusser, y agregación— renunció a la carrera universitaria después de haber enseñado en México y en Italia, para dedicarse al periodismo, que alcanzó en Francia, gracias a él, la brillantez que tuvo antes en Gran Bretaña y España gracias a los autores de Cazando un elefante y La deshumanización del arte. ¿Por qué lo hizo? Yo creo que para llegar a un público más amplio que el del ámbito universitario y, acaso, sobre todo, para no verse arrastrado al oscurantismo retórico, aquella forma de logomaquia vanidosa y mentirosa que zahirió con tanta valentía como exactitud en algunos filósofos de su tiempo en el segundo de sus libros, Pourquoi des philosophes? (1957) El periodismo que él practicó significaba claridad y verdad, poner las ideas al alcance del lector profano, pero sin trivializarlas, manteniendo el rigor a la vez que la elegancia y la originalidad de los buenos textos literarios. Sin embargo, el periodismo significa también dispersión y fugacidad; tal vez por ello, hasta ahora, salvo esporádicos empeños como el de Pierre Boncenne (Pour Jean-François Revel, 2006) nadie había intentado presentar de una manera sistemática y completa el pensamiento político de Revel y lo que significa en el contexto de nuestra época. El profesor Philippe Boulanger acaba de hacerlo, de manera soberbia, con un ensayo que, gracias a una investigación exhaustiva de sus libros, sus artículos y su correspondencia y archivos depositados en la Biblioteca Nacional de París, presenta una visión de conjunto, coherente y minuciosa, del pensamiento político de Revel con el telón de fondo de los grandes debates, crisis nacionales e internacionales, conflictos ideológicos, la guerra fría y el desplome del comunismo, ocurridos durante la vida del pensador francés: Jean-François Revel. La démocratie libérale à l'épreuve du XXe siècle . Sostuvo buena parte de su vida que el verdadero socialismo era inseparable del liberalismo En su intenso rastreo, Philippe Boulanger muestra, ante todo, que las ideas de Revel sobre el quehacer político se forjaron siempre a partir de un cotejo constante de pensamiento y realidad, confrontando sin descanso los hechos comprobables de la historia vivida y las interpretaciones ideológicas, adaptando éstas a aquella y no acomodando los hechos a ideas o esquemas abstractos preconcebidos, como hacía el marxismo. Esto fue distanciando cada vez más a Revel de un tipo de socialismo que, a su juicio, distorsionaba la historia para que justificara una ideología que una lectura objetiva de la realidad desmentía. Pero, y sobre esto Boulanger presenta pruebas incontrovertibles, Revel sostuvo buena parte de su vida que el verdadero socialismo era inseparable del liberalismo, y que el pecado capital del socialismo francés era haberlo olvidado, sometiéndose al marxismo y sirviendo de remolque al comunismo. De ahí, una de sus tesis más atrevidas: que el comunismo era el obstáculo mayor que tenía el socialismo francés para reformar profundamente a Francia y hacer de ella una sociedad más libre al mismo tiempo que más justa. Y de ahí, también, su simpatía por el socialismo sueco y por la socialdemocracia alemana que, a diferencia del socialismo francés, nunca tuvieron complejos de inferioridad frente al comunismo a la hora de defender la democracia “burguesa”. Reivindicar el liberalismo en Francia, en la época que lo hicieron Jean-François Revel o Raymond Aron, no sólo era ir contra la corriente, sino querellarse al mismo tiempo con la izquierda y una derecha conservadora, populista y autoritaria representada por la Quinta República y el Gobierno del general De Gaulle. Pero esa orfandad no intimidó nunca a Revel, polemista y panfletario a lo Voltaire, que, a lo largo de toda su vida, opuso a los estereotipos en que querían encasillarlo, lapidarias respuestas que, de un lado, desvelaban la naturaleza caudillista y anti democrática del régimen impuesto por De Gaulle, y, de otro, denunciaban la dependencia del comunismo francés de la Unión Soviética y la ceguera o cobardía de sus “compañeros de viaje” socialistas y progresistas que se negaban a reconocer la existencia del Gulag pese a los abrumadores testimonios que llegaban a Occidente de los disidentes y el fracaso calamitoso de la economía dirigida y estatizada de la Unión Soviética y China Popular para elevar los niveles de vida de la población y la desaparición de todas las libertades que implicaba la llamada dictadura del proletariado y la abolición de la propiedad privada. El libro de Boulanger muestra, también, que el liberalismo de Revel no incurría en la perversión economicista de ciertos economistas supuestamente liberales, malos aprendices de Hayek, logaritmos vivientes, para quienes el libre mercado es la panacea que resuelve todos los problemas sociales. Revel fue, en esto, contundente: para un liberal la libertad política y la libertad económica son indivisibles, la una garantiza la coexistencia pacífica y los derechos humanos, y la otra trae desarrollo económico, crea empleo y respeta la soberanía individual. Al mismo tiempo, una sociedad no alcanza nunca la plena libertad sin una rica vida cultural, en la que se puedan manifestar sin presiones ni dirigismos oficiales la creatividad artística e intelectual y el espíritu crítico. Para ello es indispensable una educación de alto nivel, privada y pública, pues ella crea la igualdad de oportunidades, esencial para que una sociedad libre sea también una sociedad equitativa, digna y genuinamente democrática. Fue siempre un enemigo declarado de toda forma de nacionalismo, defensor de una Europa unida Revel fue siempre un enemigo declarado de toda forma de nacionalismo, un promotor de un gobierno supranacional, un defensor de una Europa unida y abierta al resto del mundo, un defensor de la lenta disolución de las fronteras a través de los intercambios comerciales y culturales, y alguien a quien su espíritu curioso llevó a interesarse por otras culturas, otras lenguas —dominaba cinco— y uno de los mejores conocedores de la realidad de América Latina, sobre la que escribió iluminadores ensayos, refutando a sus ingenuos compatriotas que se empeñaban en ver, como un modelo de revolución democrática, el castrismo y las fantasías guevaristas de erupcionar el mundo creando “dos, tres, Vietnam”. Aunque la política le apasionaba, estaba convencido de que ella no debía absorber toda una vida. En todo caso, ella no agotaba su inquietud múltiple, su pasión por conocer, lo que hacía de él un heredero directo de la gran tradición humanista occidental. Escribió una historia de la filosofía, sobre todo centrada en los pensadores griegos y latinos, y en los renacentistas, para lectores profanos, que se lee con el interés de un libro de aventuras, y ensayos sutiles y polémicos sobre Proust, sobre Descartes, y, sobre gastronomía, Un festin en paroles, en el que mostró, sin embarazo alguno, además de su ironía y buen humor, su pasión por la buena mesa y las buenas bebidas. Tenemos que agradecerle a Philippe Boulanger el enorme trabajo que debe haber significado para él escribir esta formidable biografía intelectual y política de Jean-François Revel. Ha sido un acto de justicia con uno de los pensadores más agudos y actuales, uno de los mejores continuadores de Tocqueville, y, a la vez, uno de los más injustamente marginados en un país en el que, pese a todas las frustraciones y fracasos que le ha significado aferrarse a la tradición anacrónica del Estado fuerte, grande e intervencionista, que han compartido tanto la izquierda como la derecha, la lección de Revel ha sido desoída y negada. Ya no será posible seguirlo desconociendo después de este admirable reconocimiento de Philippe Boulanger, que ha demostrado la riqueza, profundidad y actualidad de sus ideas. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2014. © Mario Vargas Llosa, 2014. fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/03/21/opinion/1395397393_474756.html

El mundo necesita más liderazgo alemán

Ahora que las pasiones se desatan en Ucrania, Rusia, toda Europa y Washington, nunca ha estado más claro que el mundo necesita que Alemania acepte más las servidumbres y riesgos que comporta el liderazgo global. Mientras aparecen amenazas por doquier, la canciller Merkel, famosa por su carácter cauto, está mejor situada que ningún otro dirigente internacional para ayudar al impetuoso presidente ruso y al frágil nuevo Gobierno ucranio a evitar una costosa escalada de violencia que no será buena para nadie, de igual manera que ya hizo su ministro de Asuntos Exteriores al unirse a sus homólogos polaco y francés para promover un acuerdo entre el derrocado presidente Yanukóvich y los líderes de la oposición ucrania. Merkel también podría ayudar a salvar los escollos que separan a Rusia, los Gobiernos europeos y Washington. Sin embargo, la necesidad de que Alemania acepte un papel más destacado en el escenario político internacional va más allá de la crisis en Ucrania, y hay indicios de que el Gobierno germano está dispuesto a dar ese paso. Durante la Conferencia de Seguridad celebrada en enero en Múnich, el presidente alemán Joachim Gauck, describiendo lo lejos que estaba su país de la época en que los nazis “llevaron guerra y sufrimiento al mundo”, proclamó que Alemania “se ha transformado y que ha dejado de ser un beneficiario para convertirse en un garante del orden y la seguridad internacionales” y que su país tiene más cosas que ofrecer. Y tiene razón. Pero el presidente alemán no fija las políticas y Merkel apenas ha aludido a su disposición a desplegar al Ejército germano en zonas de conflicto. Otros dirigentes han reducido las esperanzas de un posible cambio de actitud de Berlín respecto al despliegue de tropas. Pero los comentarios de Gauck van en la misma dirección que lo que han dejado entrever los ministerios de Defensa y Asuntos Exteriores; es decir, que a pesar de la conocida “cultura de contención” alemana, esas cuestiones se están debatiendo a fondo en el Gobierno de Merkel. En este sentido fue alentador que en febrero el Bundestag autorizara el despliegue de más fuerzas alemanas en Malí. Dicho esto, hay que señalar que la capacidad militar es solo una vertiente del asunto, porque Alemania tiene mucho que ofrecer en áreas ajenas a la presencia de soldados o armas. Sería muy de agradecer que realizara una mayor inversión en infraestructuras en el mundo en desarrollo, que se involucrara más en la coordinación de proyectos destinados a desarrollar nuevas tecnologías que hagan más seguras la alimentación, las comunicaciones y el medio ambiente; y también que fuera mayor su contribución a las iniciativas diplomáticas destinadas a resolver conflictos como los de Sudán, Somalia y la República Centroafricana. Sería de agradecer que realizara una mayor inversión en infraestructuras en el mundo en desarrollo La insinuación de que Alemania podría tener más que ofrecer llega en un momento crítico para las relaciones internacionales, porque, como ha vuelto a evidenciar la reacción en sordina de Estados Unidos a los acontecimientos de Ucrania, la opinión pública estadounidense y sus cargos electos, temerosos de una guerra, rehúyen cada vez más la asunción de nuevas responsabilidades y quieren que otros Gobiernos sobrelleven también las cargas más pesadas. Aunque a la administración de Obama se le llena la boca con la ampliación del compromiso con Extremo Oriente y con la decisión de llegar a un acuerdo nuclear con Irán, su renuencia a involucrarse más en zonas conflictivas de Oriente Próximo como Siria, Egipto y Libia, así como su obsesión por la política interna y su propio año electoral, dejan claro que, en materia de política exterior, Estados Unidos no busca nuevos desafíos. Por otra parte, tampoco otras grandes potencias se están precipitando a llenar el vacío. La delicada labor que supone remodelar la eurozona y sus normas sin mermar el apoyo a cambios dolorosos e impopulares dentro de cada uno de los países miembros hace que los Gobiernos europeos estén muy entretenidos. Francia ha sido la que más se ha empeñado en combatir a las milicias islámicas de Malí y otros lugares, y el apoyo del Reino Unido en materia de seguridad es vital, pero gran parte de los demás Gobiernos del continente carecen de medios para echarse más cargas a la espalda. No cabe esperar que China asuma voluntariamente más responsabilidades internacionales en un momento en que sus dirigentes están poniendo en marcha uno de los programas de reforma económica más ambiciosos (y arriesgados) de la historia. En la actualidad, India, Turquía y Brasil, además de otros países emergentes, lidian con la contracción del crecimiento y con elecciones inminentes. Por otro lado, la incapacidad de Rusia para diversificar su economía y apartarla de su excesiva dependencia de las exportaciones de energía supone una sangría para la fortaleza del país a largo plazo. Todo ello hace que escaseen los Gobiernos dispuestos y capaces de intervenir más en la solución de los conflictos del mundo y de contribuir a las iniciativas necesarias para crear un mercado mundial más seguro y predecible. No cabe esperar que China asuma voluntariamente más responsabilidades internacionales ¿Qué ayuda puede prestar Alemania? Puede asumir nuevas responsabilidades que sirvan para alcanzar objetivos internacionales. Cuando Muamar el Gadafi anunció que iba a masacrar a un gran número de sus levantiscos súbditos en 2011, el Reino Unido y Francia dieron un paso adelante. Alemania, reacia al riesgo, lo dio hacia atrás. No cabe duda de que Merkel tiene riesgos de los que ocuparse, dentro de Alemania y en toda Europa. Hasta ahora, los ha gestionado con notable eficacia y el peligro de derrumbe de la eurozona se ha evitado en gran medida gracias a ella. Alemania también ha desempeñado un papel valioso en las negociaciones internacionales centradas en el programa nuclear iraní. Sin embargo, como ha señalado Gauck, Alemania puede ya permitirse más acciones consensuadas con otros Gobiernos para intentar resolver conflictos e invertir en una economía mundial más predecible y próspera. Aunque sea a costa de que el Ejército germano asuma también un papel más activo. Finalmente, hay que librarse de otro tabú de la posguerra: para tener una mayor influencia internacional, Alemania debería colaborar con Japón siempre que fuera posible, uno y otro aportando a un fondo común sus recursos para el bien común. Tanto el Gobierno alemán como el japonés se toparan con una considerable resistencia interna a esos cambios. Según sondeos recientes, en Alemania está claro que la mayoría se opone a que el Ejército de su país asuma un papel internacional de más peso. Igualmente, los votantes japoneses han dejado claro que les preocupa mucho más la apuesta de Abe por revitalizar la economía nipona que su prestigio internacional. A pesar de esa constante renuencia, ha llegado el momento de que Alemania y Japón acepten responsabilidades internacionales de mayor calado, cargas acordes a su tamaño y riqueza. No cabe duda de que a las potencias tradicionales del mundo no les vendría mal su ayuda. Ian Bremmer es presidente de Eurasia Group y autor del libro Every Nation for Itself: Winners and Losers in a G-Zero World [Cada país a lo suyo: quién gana y quién pierde en un mundo sin hegemonías]. Se le puede seguir en Twitter @ianbremmer. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/03/13/opinion/1394724854_062487.html

La trampa de la timidez

Ahora mismo no parece haber ninguna crisis económica importante y, en muchos sitios, los responsables políticos están dándose palmaditas en la espalda. En Europa, por ejemplo, alardean de la recuperación de España: el país parece en condiciones de crecer este año al menos al doble de velocidad de lo que se había previsto. Por desgracia, eso se traduce en un crecimiento del 1%, en vez del 0,5 %, en una economía profundamente deprimida, con un 55 % de paro juvenil. El hecho de que esto pueda considerarse una buena noticia pone de manifiesto lo mucho que nos hemos acostumbrado a unas condiciones económicas terribles. Nos va peor de lo que cualquiera habría imaginado hace unos años, pero la gente parece cada vez más dispuesta a aceptar esta miserable situación como la nueva norma. ¿Cómo ha ocurrido esto? Lógicamente, hay varios motivos y últimamente he pensado mucho en esto, en parte porque me han pedido que realice una nueva evaluación de los intentos de Japón por escapar de su trampa deflacionaria. Y yo diría que una causa importante del fracaso es lo que he dado en llamar la trampa de la timidez: la constante tendencia de unos responsables políticos que tienen ideas en principio buenas a poner en práctica medidas que se quedan a medio camino, y el modo en que esta timidez termina saliendo mal, desde el punto de vista político e, incluso, económico. En otras palabras, Yeats tenía razón cuando decía: “Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de vehemencia apasionada”. En cuanto a los peores: si han seguido los debates económicos de estos últimos años, sabrán que tanto Estados Unidos como Europa tienen poderosos defensores del sufrimiento, grupos influyentes que se oponen ferozmente a cualquier política que haga que los parados vuelvan a tener trabajo. Hay diferencias importantes entre los defensores de EE UU y de Europa, pero ambos poseen ahora un impresionante historial que demuestra que siempre se han equivocado y nunca han dudado. En EE UU tenemos una facción tanto en Wall Street como en el Congreso que se ha pasado más de cinco años lanzando estridentes advertencias sobre la inflación descontrolada y los tipos de interés por las nubes. Uno podría pensar que el hecho de que ninguna de estas predicciones se haya hecho realidad les haría recapacitar, pero, después de todos estos años, se sigue invitando a las mismas personas a dar su opinión y siguen diciendo lo mismo. La gente seria afirma que las palizas deben continuar hasta que tengamos la moral alta Mientras tanto, en Europa, han pasado cuatro años desde que el continente diese un giro hacia los programas de austeridad radical. Los arquitectos de estos programas nos dijeron que no nos preocupásemos por su impacto negativo en el empleo y el crecimiento; los efectos económicos serían positivos, porque la austeridad inspiraría confianza. Ni que decir tiene que el hada de la confianza nunca apareció, y el precio económico y social ha sido inmenso. Pero no importa: toda la gente seria afirma que las palizas deben continuar hasta que tengamos la moral alta otra vez. ¿Y cuál ha sido la respuesta de los buenos? Porque hay gente buena por ahí, que no se ha tragado la idea de que no puede ni debe hacerse nada frente al paro a gran escala. El corazón del Gobierno de Obama —o, por lo menos, su modelo económico— está en el lugar correcto. La Reserva Federal ha hecho retroceder a la multitud de “es la hora de Weimar” y “la inflación se avecina”. El FMI ha publicado estudios que desacreditan la afirmación de que la austeridad no cause sufrimiento. Pero estas buenas personas nunca parecen dispuestas a defender sus convicciones hasta el final. El ejemplo típico es el estímulo económico de Obama, que obviamente no bastaba dada la difícil situación económica. Esto no es algo que se haya hecho evidente a posteriori. Algunos advertimos desde el principio que el plan sería insuficiente y que, a causa de haber exagerado sus méritos, la persistencia del paro elevado terminaría desacreditando el estímulo económico a ojos de los ciudadanos. Y eso fue lo que ocurrió. Lo que no todo el mundo sabe es que la Reserva, a su manera, ha hecho lo mismo. Desde el principio, sus responsables descartaron las políticas monetarias que más posibilidades tenían de funcionar y, en concreto, todo aquello que indicase cierta disposición a tolerar una inflación algo más alta, al menos temporalmente. En consecuencia, las políticas que han aplicado no han satisfecho las expectativas y han acabado dando la impresión de que no hay mucho que pueda hacerse. Y lo mismo podría decirse incluso de Japón (el caso que me ha llevado a escribir este artículo). Japón ha roto radicalmente con las políticas del pasado y, finalmente, ha adoptado la clase de estímulo monetario decidido que los economistas occidentales llevan más de 15 años recomendando. Pero sigue habiendo una falta de seguridad en todo ello, una tendencia a hacer cosas como situar los objetivos de inflación por debajo de lo que la situación exige en realidad. Y esto aumenta el riesgo de que Japón no consiga “despegar”; que el impulso que le den las nuevas políticas no baste para escapar realmente de la deflación. Uno podría preguntarse por qué los buenos son tan tímidos y los malos tienen tanta confianza en sí mismos. Sospecho que la respuesta tiene mucho que ver con los intereses de clase. Pero a ese asunto habrá que dedicarle otra columna. Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008 © New York Times 2014 Traducción de News Clips fuenteshttp://economia.elpais.com/economia/2014/03/21/actualidad/1395418258_076494.html

Un acto

Que no habría ninguna revolución en este país después de palmarla el dueño absoluto del reino, aquel dictador inconfundiblemente bajito en todo excepto en su gélida crueldad, es algo que sabía cualquier persona que poseyera desolado sentido de la realidad, aunque en nombre de la justicia real o poética hubieran soñado muchas veces con ello. La elección del monarca, de la persona que iba a dirigir el mosqueante barco desde la caverna, una cosa muy rara llamada Transición, tampoco invitaba a lanzar cohetes a todos los que habían padecido durante infinito tiempo una losa extenuante llamada fascismo. El hombre encargado de ello, un profesional de la ascensión política, había ostentado entre otros cargos transparentes el de ministro secretario general del Movimiento. Qué grima y qué miedo para los que se sentían asfixiados, humillados y ofendidos por el Movimiento, el bracito en alto con la camisa azul, las montañas nevadas, la España Una, Grande y Libre. También la pavorosa sensación de que todo estaba atado y bien atado, según la obsesiva certidumbre del finado, de que todo seguiría igual, prescindiendo incluso de un toque conveniente de maquillaje. Pero el tahúr del Misisipí (así le definió Guerra, pero aquel pretendido insulto después adquirió el sentido de un piropo, teniendo en cuenta lo admirablemente que jugó partidas tan trascendentes el maquiavélico ventajista) resulta que sí creía en la democracia, que hasta los diablos rojos tenían derecho a ser legalizados, que había que evitar a cualquier precio que el viejo y el nuevo mundo se hostiaran, que las dos Españas no intentaran devorarse la yugular. Y, por supuesto, este político demostró que un acto puede ser más expresivo que un millón de palabras. El negociador, el seductor, también exhibió un coraje y una dignidad que parece reservado a los héroes de las películas. Permaneció de pie en el Parlamento ante unas bestias con metralletas que le exigían tirarse al suelo, que podrían tener la tentación o la lógica de volarle la cabeza. Suárez ha contado después que se mantuvo erguido porque era su deber como presidente. Te puedes fiar de un tahúr que se juega la vida en nombre de tanta gente cuando no hay más remedio. fuenteshttp://cultura.elpais.com/cultura/2014/03/22/television/1395520220_096862.html

De perfil ante la crisis

Cuando se habla del viejo régimen instintivamente las miradas se dirigen hacia el PP y el PSOE. CiU, en cambio, trata de escapar del estigma surfeando sobre la política que marcan las masas soberanistas, sin indisponerse abiertamente con nadie. Trata de situarse au dessus de la mêlée,como si nada dependiera de la Generalitat, porque el guión se escribe en Madrid. Si un tercio de los pacientes catalanes debe esperar más de los seis meses de garantía fijados por ley, es por culpa de Madrid. Es accidental que Isabel Navarro tuviera que reunir los ahorros de toda la familia y pagar 9.300 euros para operarse de una prótesis de cadera, evitando así una larga lista de espera en el hospital de Santa Oliva, en El Vendrell. Eso es una muestra de la buena salud de la que goza la colaboración entre lo público y lo privado, que siempre acaba pagando el público. Importa poco si el consejero Boi Ruiz, a una semana escasa de ser nombrado, aconsejaba a la ciudadanía apuntarse a mutuas privadas, que seleccionan a los pacientes por edad y ausencia de patología. También es culpa de Madrid que los pequeños y medianos empresarios se manifiesten contra la burocratización o el exceso de impuestos, aunque el Gobierno catalán desoiga a sus propias comisiones de expertos. Todo se fía a un futuro en el que se podrá declarar el estado de felicidad permanente. Cobrará carta de naturaleza la declaración del bueno de Georges Moustaki, que suscribiría el mismísimo Francesc Pujols: je déclare l'état de bonheur permanent. Quizás los democristianos objetarían algún verso de sesgo librepensador y podrían suprimir el de “solos a bordo y sin amo y sin dios (…)”. Pero, por lo demás, el Gobierno catalán parece tener voluntad de tararear ese himno que en épocas de Jordi Pujol no hubieran dudado en calificar de tontería buenista. Ahora lo que toca es dejarse arrastrar por la corriente, ponerse de perfil ante las olas y dejar que todo fluya. El pleno parlamentario sobre la pobreza ha asegurado querer combatirla sin aportar un solo euro de más a las políticas para luchar contra ella. Estamos contra la pobreza pero sin demagogia ni extremismos, arguye el Gobierno de Artur Mas. CiU lo fía todo al futuro estado independiente, pero ¿cómo sobreviviremos mientras? Hace una semana en estas mismas páginas Joan Subirats aseguraba no se puede hablar de pobreza estructural y a renglón seguido situar la independencia como solución. No podemos responder “con fuegos de artificio a temas que requieren cañonazos”, concluía. Es cierto que Cataluña sufre un déficit fiscal excesivo, que el Gobierno de Rajoy recentraliza competencias, centrifuga gastos y. además, no es solidario en el reparto del déficit. Pero mientras llega el 9-N, la vida sigue, la crisis aprieta y se extiende la impresión de vivir bajo la provisionalidad de un Gobierno interino que no decide nada a la espera de obtener el título en la reválida soberanista. Es como si la actual situación fuera una fatalidad del destino contra la que nada se puede hacer. Cataluña está dentro de una España que figura en el furgón de cola de la OCDE en cuanto a desigualdad. Solo el 10% más rico se libra de la crisis: entre 2007 y 2010 este selecto segmento vio bajar en un 1% sus ingresos. En cambio, los menos favorecidos vieron caer un 14% los suyos. En Cataluña, la brecha social también se abre, mientras el Parlament pasa sobre ella como Jesús por el lago Tiberíades, sin apenas mojarse los pies y pidiendo fe a los discípulos. El último sondeo del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat cifra en un 24,3% el número de catalanes que tiene dificultades para pagar los gastos relacionados con su vivienda. El 57,5% de los ciudadanos aseguran que su calidad de vida ha empeorado. Y, frente a los brotes verdes (que es el color con el que algunos ven la previsión de crecimiento del 1% del PIB), el 27,7% de los consultados cobra menos de 1.000 euros al mes, mientras que el 17% no llega a esa cantidad ni sumando los ingresos de todo el núcleo familiar. Pero eso sucede ahora. Cuando se alcance la independencia, Convergència apuesta en su proyecto de borrador para la convención nacional por un Estado en el que no entren en competencia el sector público con el privado. Será una sociedad en la que el fraude fiscal se combatirá por el mero hecho de que la futura Agencia Tributaria catalana será “transparente para los contribuyentes, lo cual facilitará la reducción voluntaria”. Las medidas coercitivas no tienen cabida, porque todo será armonía en ese futuro El Dorado. Convergència asegura que la nueva Cataluña no puede repetir los errores de la vieja España. Por eso recomienda bajar los impuestos y fomentar el consumo e incentivar la actividad económica. En un Estado de nueva planta todo se hará de buen rollo. Y la fraternidad imperará entre los afortunados que logren llegar vivos a la tierra prometida. fuenteshttp://ccaa.elpais.com/ccaa/2014/03/22/catalunya/1395513311_239453.html

La estrategia del desbordamiento

Es bastante evidente que el clima de tensión política y de incertidumbre ante el envite soberanista en Cataluña no se puede sostener indefinidamente. 2014 es un año taumatúrgico pero, una vez finalizado, cuando hayan caído todas las hojas del calendario, es de suponer que volveremos a recuperar un ambiente más sosegado y, esperemos, bastante menos atiborrado de propaganda. La urgencia y el determinismo histórico del proyecto secesionista perderá mucha fuerza, sobre todo si la famosa consulta anunciada para el 9 de noviembre no se lleva a cabo y, más aún, si Artur Mas no convoca para entonces elecciones anticipadas como sucedáneo. A medida que nos adentremos en el 2015 y nos aproximemos a las elecciones generales previstas para finales de ese año, el independentismo radical lo tendrá bastante difícil para provocar el llamado choque de legitimidades. En el siguiente ciclo político, la pulsión secesionista se convertirá en un factor crónico de tensión, en un elemento de desestabilización grave, pero sin posibilidades de producir un jaque mate al orden constitucional. Principalmente porque, en condiciones normales, el muro de la legalidad es insalvable. Y porque, además, el conflicto es irresoluble en los términos que se plantea. Pero eso no significa que el envite vaya a desaparecer sino todo lo contrario: está más bien llamado a enquistarse muchos años. Como ha escrito el exdiplomático Carles Casajuana (El secesionismo catalán y la Unión Europea; EL PAÍS, 13 de marzo de 2014), nuestra pertenencia al club europeo actúa de garantía para que las reglas de juego democráticas se respeten por parte de ambos Gobiernos. Como nadie puede doblegar al otro, lo más probable es que el pleito se prolongue. Ahora bien, los políticos y los partidos no son los únicos actores del tablero catalán. Ya apunté tiempo atrás, cuando todavía nadie hablaba de riesgo insurreccional, que la presión del entramado asociativo secesionista es enorme y que se propone influir decisivamente en el desarrollo de los acontecimientos (El accidente insurreccional; EL PAÍS, 11 de julio de 2013). Hay un sector radical que sí imagina, desea incluso, ver a los tanques entrando por la Diagonal Después del éxito de la cadena humana en la pasada Diada, la Asamblea Nacional Catalana (ANC), presidida por Carme Forcadell, antigua militante de ERC, se ha convertido en un actor relevante. Es una entidad que cuenta con 50.000 miembros, entre socios y colaboradores, una implantación territorial muy amplia, considerables recursos económicos y una notable capacidad logística. Además, ha logrado institucionalizar algunas iniciativas importantes, como la campaña “Firma un voto” con la ayuda de los casi 700 ayuntamientos que hoy integran la Asociación de Municipios por la Independencia. Dicha iniciativa, que se basa en el derecho de petición, recogido en la Constitución y regulado en la legislación, pretende reunir el mayor número posible de firmas para, llegado el caso, transformarlas en un voto que legitime una ulterior declaración unilateral de independencia del Parlamento catalán o, incluso, como veremos después, por parte de algún otro organismo que se atribuya la representación popular. Paralelamente la ANC se dispone a aprobar, a principios de abril, una hoja de ruta 2014-2015 cuyo borrador ha llamado poderosamente la atención, pues certifica que su estrategia es la de forzar un desbordamiento popular a favor de la secesión. Su objetivo es evitar que el conflicto entre en una vía muerta, se enquiste, fatigue a los ciudadanos y pierda fuerza. En definitiva, que se desperdicie lo que muchos consideran que es un momento de apoyo excepcional a la independencia. Por eso concentra toda su esperanza en un calendario de poco más de siete meses, entre la celebración de la próxima Diada y el día de Sant Jordi del 2015, fecha elegida para que Cataluña proclame la secesión, de una forma u otra. En dicho documento queda patente la voluntad de vigilar atentamente el proceso, que la ANC considera ya del todo irreversible, y de empujarlo de manera decisiva si hiciera falta. La entidad se atribuye el doble papel de guardiana y vanguardia para afrontar los cuatro escenarios que considera más probables: a) que la consulta se lleva a cabo “de forma más o menos tolerada”, en un clima de estabilidad y fiabilidad suficientes; b) que se haga “con la oposición total del aparato jurídico, político y mediático del Estado español” y, por tanto, con déficits de participación; c) que no se lleve a cabo porque el Gobierno catalán considere que “la situación política y social no lo permite”; y d) que la consulta no se haga porque “la Generalitat ha sido política y jurídicamente suspendida”. En los dos primeros escenarios, el papel de la ANC es de acompañamiento y refuerzo de la Generalitat, mediante una serie de acciones, como campañas masivas para que triunfe la opción del doble sí y constituyendo organizaciones unitarias para garantizar el activismo en todos los pueblos, barrios y ciudades. Aquí la entidad actuaría de guardiana, como agente de presión e incluso, se puede leer entrelíneas en el documento, ejerciendo la coacción, particularmente con los ayuntamientos que no fueran favorables a la consulta o la obstaculizasen por colisionar con la legalidad constitucional. Pero lo más inquietante no es eso, sino el papel de vanguardia dirigente que se atribuye la ANC en los otros dos escenarios. Veamos primero la situación más improbable, la suspensión de la Generalitat. Ante esa circunstancia la entidad se propone constituir una asamblea de cargos electos de cualquier nivel (local, autonómico, estatal y europeo) para proceder a la declaración de independencia. Anteriormente, en el momento en que quedase claro que no se va a celebrar la consulta, entraría en funcionamiento una asamblea de alcaldes para garantizar “las estructuras políticas administrativas mínimas” ante los escenarios más complicados, organismo que se pondría a las órdenes del Presidente de la Generalitat. Del texto se desprende que Catalunya viviría una situación parecida a un estado de sitio, que obligaría a la autoorganización civil. El lector puede pensar que estamos ante un relato de ficción, pero lo peligroso es que hay un sector del independentismo radical que sí imagina, desea incluso, ver a los tanques entrando por la Diagonal. Si se creara un escenario insurreccional, la entidad pasaría a encarnar la voluntad del pueblo Por último, tenemos el escenario políticamente más probable. En septiembre, inmediatamente después de que el Parlamento catalán apruebe la ley de consultas no referendarias, Mas firmará el decreto de convocatoria, sin dar tiempo a que el Gobierno español pueda antes recurrir dicha ley al Tribunal Constitucional y evitar así la firma del decreto. El líder de CDC no busca celebrar la consulta sino únicamente apuntarse un gesto de enorme trascendencia para el nacionalismo: ser el primer presidente de la Generalitat que ha convocado oficialmente a los catalanes a autodeterminarse. Sabe que el Estado va a anular la consulta y que, aunque el Gobierno catalán se empeñase en llevarla a cabo, no pasaría los mínimos democráticos exigibles a nivel internacional (Víctor Andrés Maldonado, ¿Un referéndum democrático?; EL PAÍS, 28 de febrero de 2014). Pero eso a Mas no le preocupa. Siempre podrá argumentar que él cumplió su promesa, pero que Madrid se lo impidió. Con ese triunfo simbólico, su deseo es sortear el 2015, con la incógnita primero de las elecciones municipales y luego de las generales. Aquí es donde la estrategia de la ANC está diseñada para desbocar la retórica oportunista de Mas, forzándole a anticipar elecciones tras las cuales, una mayoría independentista, declare la secesión. Aunque no haya cita con las urnas, no cabe duda de que el solo gesto de firmar la convocatoria de la consulta va a alentar muchísimo el desbordamiento popular que persigue la ANC, pudiéndose crear un escenario insurreccional el que la entidad pase a encarnar la voluntad del pueblo. Algo de eso ya vimos en 2012 cuando de alguna manera el poder de decisión pareció transferirse a la calle. Y estoy convencido de que no vamos a conocer previamente muchos de los detalles de su plan. En esas circunstancias, un Mas muy presionado puede verse obligado a convocar elecciones. Pero lo más probable es que, antes de eso, denuncie solemnemente la falta de democracia en España y con ello legitime la estrategia del desbordamiento que persigue la ANC. Joaquim Coll es historiador. fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/03/21/opinion/1395407651_005342.html

Un político de consensos

Adolfo Suárez fue la persona adecuada en el momento oportuno: el estadista al que las circunstancias colocaron en situación de moldear un acontecimiento tan extraordinario como fue la transformación de la dictadura a la democracia. Su muerte no solo supone emoción por el recuerdo del pasado; también, y sobre todo, la oportunidad colectiva de reflexionar sobre el valor del acuerdo y de la concordia en un país que, en pleno siglo XXI, los necesita tanto como entonces. Suárez fue quien más utilizó el diálogo y el consenso como método para resolver las crisis de Estado, y el mejor intérprete de un espíritu que antepone el interés general del país al de cada una de sus fracciones. Lo que más se echa de menos en la España del presente es aquello en lo que Suárez fue maestro durante sus primeros años en el poder: la búsqueda de salidas pacíficas a conflictos que parecen de solución imposible. Todos los sondeos de opinión recientes muestran una masiva añoranza ciudadana del estilo político de la Transición, anhelo que no ha dejado de acentuarse a medida que el deterioro del conjunto de las instituciones surgidas entonces se ha hecho más visible. Muchos echan de menos su autoridad y credibilidad en medio de la coyuntura crítica que vive España, sacudida por problemas económicos y enfrentamientos territoriales, cuando la crispación y el bloqueo de todo diálogo interpartidista se han adueñado de los espacios que en época de Suárez ocupaban el diálogo y la exploración de consensos, por extraordinarios que fueran los obstáculos a superar. Frente a los que critican la concordia como sinónimo de pasteleo o claudicación, lo cierto es que del método consensual impulsado por Suárez surgió lo mejor de España en los últimos decenios: el sistema de protección de las libertades civiles y la normalización democrática. Aún regían las llamadas “leyes fundamentales” de la época de Franco cuando Suárez ya defendía públicamente que la Constitución y el marco legal de derechos y libertades públicas debían ser “la plataforma básica de convivencia”, al tiempo que reclamaba “sentar las bases de un entendimiento duradero”. El resultado de un método Sin duda, la Transición constituyó el fruto de muchas voluntades, cuyos intérpretes principales fueron el Rey, como motor del cambio, y Suárez como conductor del proceso. Siendo un político que había dado sus primeros pasos en el partido único de la dictadura, Suárez fue quien desmontó las estructuras del franquismo y organizó las primeras elecciones libres; el que convocó los pactos de La Moncloa, convertidos en la primera y única iniciativa compartida por fuerzas políticas, empresariales y sindicales para afrontar una crisis económica; y el que supo comprender que no habría Constitución democrática sin la participación de la derecha, el centro, la izquierda y los nacionalismos. Fue nombrado presidente apenas medio año después de la muerte del dictador. El Rey había prometido el restablecimiento de las libertades y un sistema político de corte moderno, pero su primer Gobierno, dirigido por Carlos Arias y del que Suárez formaba parte como ministro, había fracasado mientras la calle reclamaba cambios de fondo. Don Juan Carlos decidió jugarse la Corona al encargar a Suárez la tarea de desatascar el proceso, entregando así su confianza a un político de su generación, despreciado por la gerontocracia dominante. En dos años y medio construyó una democracia asentada sobre el poder de las urnas y una Constitución refrendada por el pueblo español. Los obstáculos no fueron pequeños. Hubo conspiraciones políticas y militares que pretendieron frenar el proceso o encerrar a España en una seudodemocracia limitada y vigilada. Los protagonistas del cambio tampoco se amedrentaron por los embates terroristas (ETA, GRAPO, ultraderecha) que intentaron yugular el incipiente proyecto democrático. Sus primeros años contaron con el respaldo firme de don Juan Carlos y la colaboración de Felipe González, Santiago Carrillo o del exiliado presidente de la Generalitat catalana, Josep Tarradellas, entre otros que creyeron en la sinceridad de las intenciones del Monarca y de su jefe de Gobierno para construir una democracia —parafraseando al propio Suárez— con todas las cañerías funcionando, sin vacíos ni discontinuidades. Huella en la historia Se ha discutido a posteriori el precio del éxito, que fue no pedir cuentas por el pasado, si bien a finales de los años setenta no se veía cómo obrar de otro modo sin provocar la desestabilización. No fue eso lo que le llevó al ocaso político. Suárez se vio sometido a un enorme acoso en sus últimos años como presidente del Gobierno, no solo por parte de la oposición parlamentaria, sino de sectores importantes de su propio partido, la Unión de Centro Democrático (UCD) y operaciones extramuros del Parlamento. Tras renunciar a la presidencia a finales de enero de 1981, su arrojo personal frente a los golpistas del 23-F, aunque insuficiente para parar la intentona, volvió a demostrar su compromiso democrático y la fuerza de su personalidad. Trató de rehacerse políticamente desde otro partido, el Centro Democrático y Social (CDS). Pero había sido mucho mejor conductor de la Transición que hombre de partido: ya no pudo superar la competencia política ordinaria con otros protagonistas, primero Felipe González y Manuel Fraga, después José María Aznar, que se quedaron con los electores del espacio del centro, no sin reconocer a Suárez —cuando ya estaba desactivado como competidor directo— los méritos que le correspondían por la Transición y por la discreta administración de su influencia posterior. La normalización democrática se llevó por delante, de forma paradójica, a uno de sus grandes artífices. El consenso pasó a ser un recuerdo y la crispación se instaló en la vida política con la irrupción de Aznar. A medida que la polarización se ha agudizado, con su correlato de cicatrices e indeseadas consecuencias sobre la vida política española, el aprecio a su figura ha crecido como muestra de reconocimiento hacia un tiempo y un estilo políticos menos broncos. Queda la huella de una tarea constructiva, capaz de evitar enfrentamientos civiles y de reformar a fondo el sistema político de un país. Todo ello le hace acreedor al derecho de entrar por la puerta grande en la historia de España. Porque sin Suárez nada habría sido igual. fuenteshttp://elpais.com/elpais/2014/03/23/opinion/1395606544_837524.html

El falangista y el rojo

No es que se hallasen situados en las antípodas el uno del otro; es que procedían de planetas distintos. Lo único que tenían en común eran los orígenes pequeño-burgueses, de una clase media baja, y el ascenso socioprofesional meritocrático y ligado a la política. Por lo demás, incluso pertenecían a generaciones diferentes. Cuando Adolfo Suárez González —abulense, castellano viejo— nació en septiembre de 1932, Josep Tarradellas i Joan —catalán por los cuatro costados— contaba 33 años, ya era consejero de Gobernación de la Generalitat y estaba organizando para unas semanas más tarde las elecciones a un Parlamento catalán que se reuniría por primera vez tras dos siglos y cuarto. Mientras los Suárez formaron parte, sin relieve alguno, del bando vencedor en la Guerra Civil, Tarradellas podría haber sido el arquetipo de los rojo-separatistas demonizados por el franquismo. Hombre fuerte de los Gobiernos catalanes presididos por Lluís Companys desde el verano de 1936 —y, por tanto, socio político de comunistas estalinianos y libertarios de pistola al cinto—, signatario del Decreto de Colectivizaciones y Control Obrero de octubre de aquel año, impulsor de las Industrias de Guerra de Cataluña, secretario general de Esquerra Republicana desde febrero de 1938, al año siguiente la victoria de Franco le lanzó al exilio francés, y solo una oportuna huida a Suiza le evitó correr, en el Hexágono ocupado por los nazis, la trágica suerte de Companys, Peiró o Zugazagoitia. MÁS INFORMACIÓN Adolfo Suárez, el político más solitario de la democracia, por S. GALLEGO-DÍAZ Un hombre de Estado frente a las bayonetas, por JUAN LUIS CEBRIÁN Fortuna y epitafio de Adolfo Suárez, por SANTOS JULIÁ Don Juan Carlos: “Mi dolor es grande. Mi gratitud, permanente” Rajoy: “Marcó la vía de la solidaridad entre españoles” La huella imborrable de la valentía, por JOSÉ LUIS RODRÍGUEZ ZAPATERO Así, pues, cuando en la segunda mitad de la década de 1950 Adolfo Suárez inició, bajo la protección de Fernando Herrero Tejedor, su carrera política en el seno del partido único franquista —la Falange rebautizada como Movimiento Nacional—, hacía poco que Josep Tarradellas había sido elegido, en la embajada de la República Española en Ciudad de México, presidente de la exiliada Generalitat de Cataluña. Mientras Suárez lucía camisa azul y casaca blanca aderezada de yugo y flechas, y comenzaba a gozar de los medios y los atributos del poder (coche oficial, un buen despacho, secretarias...) correspondientes al prometedor cachorro del régimen que era, un Tarradellas ya sexagenario languidecía en un caserón de la Turena francesa, asediado por las penurias económicas y políticamente muy desconectado del interior. La Generalitat que decía presidir solo existía dentro de su cabeza, o entre aquellas cuatro paredes, y se manifestaba apenas a través de cartas y mensajes polémicos, destinados más a defender la preeminencia institucional del President que a incidir sobre la política antifranquista clandestina en Cataluña. La cual, por su parte, vivía muy ajena a la figura del exiliado de Sant-Martin-le-Beau. Podría decirse, pues, que mientras más ascendía la estrella de Adolfo Suárez (procurador en Cortes en 1967, gobernador de Segovia al año siguiente, director general de Radiotelevisión Española en 1969, en 1975 vicesecretario y luego ministro Secretario General del Movimiento), más parecía oscurecerse el futuro de Tarradellas. Mientras la estrella de Suaréz ascendía, la de Tarradellas languidecía En los días de la muerte de Franco, cuando el de Cebreros —todavía en uniforme falangista— juró ante el flamante Rey el cargo de ministro, el porvenir político de los catalanes parecía estar en manos de la poderosa Assemblea de Cataluña, de los partidos que la integraban (sobre todo, el PSUC...) y de la interacción que fuera a establecerse entre estos y los albaceas de la dictadura. En cuanto a Tarradellas, nadie pensaba en él, y eran bien pocos los que sabían de su existencia. A partir de ahí, durante los dieciocho meses siguientes tuvieron lugar dos prodigios, aunque de escala diferente. No corresponde explicar aquí ni el cómo ni el porqué, pero lo cierto es que, en apenas un semestre, el joven (43 años) y apenas conocido Adolfo Suárez pasó de novel ministro de una cartera a extinguir (la jefatura del fosilizado partido único franquista) a presidente del Gobierno, para escándalo de algunos (“¡Qué error, qué inmenso error!”, dejaría escrito Ricardo de La Cierva) y desdén de muchos, que tacharon al suyo de “Gobierno de penenes”. Encima, apenas llegados a la cúspide del Ejecutivo, Suárez y su equipo mostraron una resuelta voluntad de desmantelar gradualmente la legalidad dictatorial. Una voluntad que, a través de la aprobación de la Ley para la Reforma Política, conduciría hasta la convocatoria de elecciones pluripartidistas y cuasidemocráticas el 15 de junio de 1977. Mientras se desarrollaba ese viaje “de la ley a la ley”, tuvo lugar en el escenario político-social catalán otro ascenso meteórico: el de la popularidad y la autoridad de Josep Tarradellas. Con toda la experiencia política acumulada en sus 77 años —frente a la bisoñez de quienes emergían apenas de la clandestinidad—, el veterano exiliado supo imponerse a los partidos y a los organismos unitarios y hacer que le reconocieran como interlocutor principal en cualquier hipotética negociación con Madrid, mientras la ciudadanía comenzaba a ver en él al símbolo de la restauración de los derechos nacionales cercenados por las armas en 1939. El informe Casinello retrataba a viejo republicano como un hombre de orden Con todo, el engarce entre Tarradellas y Suárez no era inevitable, no estaba escrito en los astros. En febrero de 1976, aún durante el mandato de Arias Navarro, el President se había entrevistado con Félix Pastor Ridruejo, Manuel Milián Mestre y otros enviados de Manuel Fraga, por entonces el aparente hombre del futuro en Madrid; pero el diálogo no fructificó. Si alguien se pregunta todavía por qué no fueron Fraga y sus magníficos, en vez de Suárez y sus penenes, quienes protagonizaron la Transición, ahí tiene una respuesta. A quienes iban a fundar Alianza Popular les resultaba inconcebible conceder algún tipo de reconocimiento a aquel viejo republicano, a quien seguían viendo como un peligroso revolucionario. Baste recordar que el 27 de junio de 1977 un inquieto Laureano López Rodó acudió a la Zarzuela para advertirle al Rey que Tarradellas era un seudopresidente ilegal e ilegítimo. A la misma hora, el aludido ya había aterrizado en Barajas a bordo de un avión privado, y estaba a punto de ser recibido tanto en la Moncloa como en la propia Zarzuela... Libres de las servidumbres ideológicas de los aliancistas, los hombres de Suárez —sobre todo, Alfonso Osorio— tenían una imagen precisa de Tarradellas desde el otoño de 1976, gracias a la visita a Saint-Martin-le-Beau del a la sazón teniente coronel Andrés Casinello, un hombre procedente del SECED, el servicio secreto creado a la sombra de Carrero Blanco. El informe Casinello retrataba a un Tarradellas inflexible en su legitimismo como presidente de la Generalitat (el militar lo comparaba con “un rey destronado”), pero muy pragmático y absolutamente de orden en todo lo demás. Era una carta a jugar, una carta que de momento permaneció oculta en la manga de Suárez. Saldría de allí el 16 de junio de 1977. Ante los resultados electorales de la víspera en Cataluña (el magro resultado de la UCD, la mayoría absoluta social-comunista-republicana, el 80% sumado por las fuerzas procedentes del antifranquismo), Tarradellas se convirtió de repente en el mal menor, en el recurso para soslayar la hegemonía izquierdista. Naturalmente, la operación tenía un coste para Adolfo Suárez: conllevaba el restablecimiento inmediato, preconstitucional, de la Generalitat, y la validación para presidirla de quien había sido investido en el exilio, en virtud de la Constitución republicana de 1931 y del Estatuto de Autonomía de 1932. Fue un elemento de ruptura jurídica sin paralelo en toda la transición democrática, y enfureció a ciertos militares, como el teniente general Coloma Gallegos. Pero fue también un rasgo de audacia suarista que ayudó a engrasar durante largo tiempo las bisagras catalano-españolas. Se ha hablado mucho sobre lo mal que fue la primera entrevista Suárez-Tarradellas en La Moncloa, y sobre el golpe de genio del catalán al declarar luego a la prensa que el encuentro había sido “muy cordial”. Lo que es seguro es que, aquel día, ni el exfalangista reciclado en demócrata ni el presunto rojo-separatista que nunca pasó de radical-socialista a la francesa podían imaginar que acabarían siendo el duque de Suárez y el marqués de Tarradellas. Joan B. Culla i Clarà es historiador. fuenteshttp://politica.elpais.com/politica/2014/03/23/actualidad/1395606141_954449.html

Suárez y la concordia

SCIAMMARELLA Recomendar en Facebook25 Twittear30 Enviar a LinkedIn0 Enviar a TuentiEnviar a MenéameEnviar a Eskup Enviar Imprimir Guardar Son muy pocos los hombres llamados a marcar una época, y son menos aún los que han logrado dejar un legado tan vivo y una huella tan fecunda y feliz de su labor. Es el caso ejemplar de Adolfo Suárez, un hombre capaz de restaurar la grandeza a la política y hacer realidad una idea de España basada en la concordia. Por estos méritos, nuestro primer presidente democrático no sólo fue el mejor cauce para la reconciliación entre españoles, sino que también ha condensado en su trayectoria vital los mejores éxitos colectivos de la España contemporánea. Y hoy podemos hablar de él no sólo como un personaje estelar de la historia de España, sino como el protagonista de uno de los grandes episodios que, en cualquier lugar del mundo, se han escrito en el relato de la libertad. En esta hora de profunda tristeza, al despedir a Adolfo Suárez, los españoles lloramos la desaparición de una persona de bien, de un gran español y un gran europeo, de un hombre de Estado cuya dimensión enaltece las últimas décadas de nuestra historia común, al tiempo que trasciende los límites del tiempo en que le tocó vivir. Porque su legado es mucho más que el eco de la gran obra política que es la España democrática de hoy y de mañana. Son innumerables los logros que, en el curso de una vida entregada a su país, llegó a acumular Adolfo Suárez. Artífice de la España democrática, y forjador, en plena cooperación y sintonía con su majestad el rey don Juan Carlos, del país libre, abierto y desarrollado en el que hoy vivimos, supo ser un referente de unidad más allá de diferencias ideológicas y el mejor punto de encuentro para las aspiraciones de una sociedad plural como la española. Si, como presidente del Gobierno, antepuso los intereses generales a los suyos propios y logró ser un verdadero gobernante para todos los españoles, su influencia determinante en la Transición y en la Constitución de 1978, así como su firmeza inquebrantable frente a los enemigos de la libertad, sirvieron para asentar con solidez las bases de la época de mayor progreso que nunca ha conocido nuestro país. EL REY: “MI DOLOR ES GRANDE. MI GRATITUD, PERMANENTE” Rajoy subraya que marcó el camino de “la solidaridad entre españoles” El Congreso instala la capilla ardiente desde las diez del lunes Rajoy reivindica la Constitución y Mas correrá riesgos como Suárez Dejó de irle bien cuando no estuvo solo Un hombre de Estado frente a las bayonetas, por Juan luis Cebrián El político más solitario de la democracia, por Soledad Gallego-Díaz Suárez y su marcha por la dignidad, por Joaquín Estefanía Continuador de la mejor tradición reformista española, el primer presidente de nuestra democracia fue destacado intérprete de unos años de profundos cambios en nuestra sociedad. No en vano, tuvo el enorme mérito añadido de cuajar su obra en una hora de España excepcionalmente difícil. Muchos aún la recordamos: una coyuntura política cargada de incertidumbre, y una circunstancia económica de severísima crisis. Sin embargo, Adolfo Suárez supo encontrar salidas ante lo que tantos veían como callejones sin salida. Y al optar por el “lenguaje moderado, de concordia y conciliación” de “la mayoría de los ciudadanos”, logró cerrar heridas, borrar cicatrices, restaurar nuestras libertades, devolver a España al curso de su historia y abrirle las puertas del gran proyecto de Europa. Así consiguió que los españoles, unidos por un relato positivo de nuestra trayectoria en común, figurásemos como una historia de éxito ante nosotros mismos y ante el mundo. Y con su ejemplo político y vital, el presidente Suárez nos enseñó a todos que, incluso en los momentos más difíciles, no hay aspiración que no esté al alcance de nuestro esfuerzo solidario. Nada de ello hubiera sido posible sin las herramientas de la gran política: su espíritu de consenso y de diálogo, su capacidad para el pacto. A Adolfo Suárez le asistieron al mismo tiempo la inteligencia política y el sentido de la historia, el amor por su país con una lúcida comprensión de su diversidad y riqueza. Junto a ello, su calidad humana y su célebre cordialidad —tan evidentes a quienes tuvimos la fortuna de tratarle— dieron atractivo a su proyecto. Su sensibilidad se puso de manifiesto muy especialmente en su papel imprescindible a la hora de sumar voluntades de cara a la Constitución de 1978. Allí quedaron gestos de grandeza para la historia, como la complicidad cultivada por Suárez con sus adversarios políticos como Felipe González, Santiago Carrillo o con el presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas. La nueva España democrática, con vocación europea, se ofrecía como un espacio común para todos ellos: los españoles del interior, y también los que estaban y se sentían en el exterior, podían al fin compartir en paz y libertad un país donde nadie sobraba y todos cabían; un país que todos podían emplear como plataforma para escribir su futuro. Aquella gran generación supo ver la necesidad de un entendimiento fecundo y perdurable para la mayoría Junto con Suárez, aquella gran generación supo ver la necesidad histórica de un entendimiento fecundo y perdurable entre diferentes para satisfacción de la mayoría. Y pudieron plasmarlo en un éxito evidente a ojos de todos los españoles: el texto constitucional que nos ha hecho vivir la mayor prosperidad en nuestra historia compartida y nuestra mayor apertura a Europa. Por eso, el extraordinario fruto de aquella voluntad de entendimiento todavía nos indica el camino que estamos llamados a seguir. Con un inmenso apoyo popular, la Constitución reflejaba y refleja una concepción de España como un país de inclusiones, donde cada uno se afirma en el reconocimiento del otro. Esa España constitucional buscó adecuarse a la realidad del país: una trama rica de identidades que se veían nuevamente valoradas y potenciadas, liberando sus energías para el bien común, al tiempo que incrementaban sus responsabilidades con el autogobierno de los territorios. Se forjaba así una España donde las diferencias, lejos de causar incompatibilidades, pueden armonizarse para enriquecer y fortalecer nuestros propósitos compartidos. Y al volver la vista atrás, la positiva vivencia diaria con la Constitución de 1978 no viene sino a corroborar la excelencia de los planteamientos y la persistencia de los ideales que la alumbraron. En los últimos tiempos, el cariño admirable con que la familia del presidente Suárez le ha acompañado hasta el final ha sido para todos un motivo de consuelo en el dolor. Y hoy, cuando los españoles nos despedimos de uno de sus mejores hombres, no hay homenaje más hondo que honrar con nuestros actos su memoria. Porque, como dijo el propio Adolfo Suárez, aunque él ya no esté junto a nosotros, “no podemos prescindir del esfuerzo que todos juntos hemos de hacer para construir una España de todos y para todos”. Es un mensaje que hoy pervive con plena fuerza, actualidad y validez. fuenteshttp://politica.elpais.com/politica/2014/03/23/actualidad/1395606161_371862.html

El camino de nuestra libertad

El camino queda abierto para dotar a este país de una Constitución que, como señaló su majestad el Rey en estas mismas Cortes, ofrezca un lugar a cada español, consagre un sistema de derechos y libertades de los ciudadanos y ofrezca amparo jurídico a todas las causas que puede ofrecer una sociedad plural. Mientras la Constitución llega, parece claro que el proceso democrático ya es irreversible. Lo han hecho irreversible el espíritu de la Corona, la madurez de nuestro pueblo y la responsabilidad y el realismo de los partidos políticos”. De este modo, realmente emocionante, resumía Adolfo Suárez en octubre de 1977 eso que tantas veces hemos denominado “el espíritu de la Transición”, espíritu que él mismo encarnó. Sus palabras expresan una verdad histórica. Es verdad que las elecciones generales de 1977 y los acuerdos económicos alcanzados poco después abrieron definitivamente la puerta a la elaboración de la que finalmente fue la Constitución de 1978. Es verdad que se comenzaba a consagrar un sistema de derechos y libertades capaz de proporcionar amparo jurídico al pluralismo político y social de una sociedad moderna como la española. Es cierto que la Corona fue el motor y su majestad el Rey fue el piloto del cambio. Lo es que la madurez del pueblo español constituyó el asiento sociológico primario de todo el proceso democrático. Y lo es también, finalmente, que en momentos decisivos el realismo de los partidos políticos resultó determinante. MÁS INFORMACIÓN El Rey: “Mi dolor es grande. Mi gratitud, permanente” Rajoy subraya que marcó el camino de “la solidaridad entre españoles” Dejó de irle bien cuando no estuvo solo “Quiero invitarles a un acuerdo...” Un hombre de Estado frente a las bayonetas, por Juan Luis Cebrián El político más solitario de la democracia, por Soledad Gallego-Díaz El tapado de la democracia Suárez y su marcha por la dignidad, por Joaquín Estefanía Sin embargo, Adolfo Suárez no decía ahí toda la verdad. Todos esos factores habrían podido evolucionar en sentidos muy diferentes de no haber sido por la inteligencia política, el compromiso cívico, el patriotismo y la generosidad en la entrega de Adolfo Suárez, nuestro primer presidente democrático. En una palabra: la Transición y la democracia no habrían sido posibles como lo fueron sin lo que define a las grandes figuras de la Historia: la grandeza de Adolfo Suárez. La Transición y el proceso constituyente no fueron, como en ocasiones se da a entender, ni fáciles ni inevitables. Fueron el resultado de elecciones políticas meditadas. Fueron producto de decisiones de alcance histórico en las que se jugaba el futuro de España. Y esas decisiones fueron acertadas. Hicieron posible la reconciliación y la concordia —auténticas, sentidas— que se formularon en multitud de iniciativas jurídicas y simbólicas, y que hallaron su máxima expresión en la Constitución. La figura de Suárez, como la de su majestad el Rey, han alcanzado con el paso de los años una dimensión extraordinaria. Pero no siempre fue así. A la muerte de Franco no fueron pocos los que pretendieron iniciar un camino rupturista y desintegrador que encontraba en el Rey y en Suárez un obstáculo que vencer. Eso estuvo encima de la mesa hasta bien avanzado el proceso constituyente. Pero la ley para la Reforma Política fijó el rumbo correcto. Es decir, el pueblo español lo fijó, porque el Gobierno decidió acertadamente que así debía ser. Ahora que tantas veces se maltrata la palabra “democracia” es preciso recordar que durante aquellos años los españoles —todos, en toda España— acudieron a las urnas en 1976, en 1977, en 1978 y en 1979. La Transición fue un proceso político concebido y desarrollado para los españoles, pero fue también un proceso político que se hizo con los españoles, por los españoles. El pueblo español fue el verdadero protagonista porque personas como Adolfo Suárez comprendieron que ésa era la única manera de hacer realidad su profunda aspiración de libertad y de justicia, de blindar el camino a la democracia moral y jurídicamente frente a quienes esperaban la ocasión para desacreditarlo. Y porque se sentían auténticamente parte de ese mismo pueblo, de esas mismas aspiraciones, de ese mismo deseo de cambio. La Corona marcó el rumbo hacia la democracia plena, y Suárez —y tantos admirablemente junto a él— encontró un camino y lo hizo transitable y seguro para los españoles. Suárez encontró el camino de nuestra libertad. De Adolfo Suárez se dirán estos días muchas cosas. Unas más conocidas y otras menos. Los más jóvenes quizás nunca hayan oído hablar de él, e incluso se sorprendan al ver que, por una vez, la inmensa mayoría de los españoles, sin importar la ideología ni el territorio, lamentamos sinceramente algo juntos, evocamos sinceramente algo unidos, nos sentimos orgullosos de lo mismo. Suárez lo merece. En un tiempo en el que toda la obra de la Transición se encuentra en riesgo porque hay quien ha decidido llevarla a ese estado, es necesario recordar algunas cosas esenciales. Apoyándose en los valores, en las virtudes y en las instituciones que Suárez contribuyó decisivamente a poner en pie, España ha logrado ser algo muy parecido a lo que hace cuarenta años soñábamos llegar a ser. Pero apartándonos de ellos perdimos nuestro sentido, nos desunimos, nos debilitamos y nos empobrecimos. No se encuentran en aquellos años de la Transición ni en nuestra Constitución las razones de nuestros problemas, como algunos afirman. Al contrario, en ellos se encuentran los ejemplos que debemos seguir. Quienes fueron responsables de lograr para nuestro país la libertad política hicieron un trabajo que quedará para siempre como modelo de lo que una nación a la que muchos consideraban desahuciada por la Historia es capaz de lograr cuando la gobiernan hombres buenos e inteligentes, hombres como Adolfo Suárez. Hombres que ligan su propio destino al de su país y que no entienden su vida si no es de ese modo. Conocí a Adolfo y fui su amigo. Traté de seguir su ejemplo; soy, como todos lo somos, deudor de su obra política, y me hice voluntariamente —como tantos— legatario suyo, una de las mejores decisiones de mi vida política y una de las mejores decisiones que puede tomar cualquiera que desee hacer política responsablemente en España. Creo que las cosas que he podido hacer bien deben mucho a lo que aprendí de él: integrar, sumar, acoger, abrir en la política espacios al consenso y al encuentro. He creído siempre en un proyecto de integración ideológica y personal, que, a mi juicio, y bajo esa inspiración bien puede reclamarse heredero de lo que Adolfo Suárez quiso para España. Hoy tenemos de nuevo esa misma obligación histórica como país. Y estoy convencido de que Adolfo Suárez no podría desear mejor homenaje de todos nosotros, de todos los españoles, que el de vernos aprender a ser nuevamente una verdadera nación ocupada en protagonizar un hito histórico tan brillante como el que él y su generación hicieron posible para todos nosotros. Descanse en paz Adolfo Suárez González, padre de la democracia española. JOSÉ MARÍA AZNAR fuenteshttp://politica.elpais.com/politica/2014/03/23/actualidad/1395607080_693611.html

Valiente y generoso

fue quien, desde el primer momento, con su fuerza y convicción, nos dirigió a todos para que la nave, que era una España sin rumbo, encontrara el camino. Para que virara hacia el cambio necesario. Y lo consiguió. Sufrió mucho en el empeño. Fueron muchas fustas las que recayeron sobre su espalda de forma injusta. La política no es fácil. Ahora puede ser una profesión de riesgo, pero a final de los años setenta, tras 40 años de dictadura y con una incivil Guerra Civil todavía en la retina, con un futuro incierto y un presente que había de construirse casi segundo a segundo, con dos Españas todavía separadas, Adolfo puso la inteligencia, el músculo y la cara para guiarnos y recibir todos los golpes. Fue un hombre valiente y generoso. Amante de la buena conversación, inquieto y curioso con todo lo que acontecía, con las ideas claras, trabajador incansable durante días y noches que se alargaban tantas veces hasta la madrugada. Sobre sus hombros cayó la responsabilidad de hacer de España un estado moderno y de ayudar a sus ciudadanos a ir hacia la democracia. Ideó con otros y obró, al principio casi solo, el cambio de un sistema a otro. Sacó adelante un proyecto que tenía claro desde un principio. Se vio revestido de una misión muy clara a cuyo servicio se puso incondicionalmente. Para conseguirla, utilizó sobre todo su audacia, coraje y honestidad. Era seductor en las distancias cortas. En estas mismas distancias, quienes trabajamos alguna temporada junto a él le vimos ilusionarse por los progresos y hundirse por los fracasos y las críticas. Pero esas críticas, muchas veces destructivas, fueron dando fe de su mayor logro: el establecimiento de esa tan esperada y ansiada democracia. MÁS INFORMACIÓN El Rey: “Mi dolor es grande. Mi gratitud, permanente” Rajoy subraya que marcó el camino de “la solidaridad entre españoles” Rajoy reivindica la Constitución y Mas correrá riesgos como Suárez Adolfo Suárez, el político más solitario de la democracia, por SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ El tapado de la democracia, por ANTONIO ELORZA Echando la vista atrás, con la experiencia de estos años, y evaluando el presente, se constata que no todo lo que se hizo tuvo el resultado esperado o ideal. España parece estar en el diván. Sin embargo, lo que se puede asegurar es que su liderazgo, su determinación y los objetivos que marcó a quienes nos integramos en su proyecto político, nos guiaron hacia una meta que no fue otra que la de dar a este país, que él tanto quería, la entidad que obligatoriamente tenía que tener y se merecía. Han tenido que pasar 40 años para que la figura de Adolfo Suárez sea unánimemente reconocida. Lamentablemente, esto se ha producido cuando la triste enfermedad que ha sufrido, y le ha llevado a la muerte, le ha impedido enterarse. Adolfo ya ha pasado a la historia de este país y del siglo XX como uno de los grandes políticos, uno de los imprescindibles líderes y uno de los hombres de paz que la Historia nos proporciona cada cierto tiempo. Tuve la oportunidad de trabajar junto a él, de aprender de él, de reírme con él y llorar con él, de enfadarme con él, de discutir, de debatir, de ver su ascenso pero también su caída. Sobre todo tuve la suerte de verlo de cerca en acción y de haber compartido con él momentos de amistad. Denostada está la profesión política hoy en día. Quizá haya que mirar al pasado y ver y aprender de este Político que se nos ha ido y de evaluar la herencia que nos ha dejado. José Pedro Pérez-Llorca fue ministro con Adolfo Suárez. fuenteshttp://politica.elpais.com/politica/2014/03/23/actualidad/1395610042_224170.html

El que dio más de lo que recibió

He publicado recientemente un libro sobre la transición y ello me ha permitido recordar y valorar la figura de Adolfo Suárez desde muchas perspectivas. Ya se han reconocido sus méritos con amplitud, pero va a merecer la pena analizarlos con más profundidad porque, en estos momentos, nos puede resultar un ejercicio útil. No podemos recuperar el activo conjunto de la transición porque entonces luchábamos por cosas grandes que permitían consensos espectaculares (la democracia, la integración en Europa y en el mundo), y las circunstancias generales eran muy distintas, pero tenemos que rescatar la idea básica de que sin diálogo no hay democracia válida ni segura y asimismo que la grandeza de miras tiene cabida y sentido en la vida política. Sólo con eso podríamos cambiar y mejorar el signo de la situación. Tengo que agradecerle su comportamiento excepcionalmente generoso con mi hermano Joaquín –“aunque como sabes", me dijo un día, "me quiere quitar la silla”–, y la confianza que me otorgó en algunos momentos especiales de su vida. Hay que lograr que su ejemplo permanezca vivo, que sea eficaz, que no se convierta en una referencia histórico-burocrática. Habrá incluso que profundizar en sus defectos, en su lado oscuro, en sus errores concretos y en sus limitaciones. Seguro que merece la pena. Sacaremos también buenas lecciones y evitaremos la mitificación de una persona que dio mucho más de lo que recibió. fuenteshttp://politica.elpais.com/politica/2014/03/21/actualidad/1395422718_326350.html

Una nota final excepcional

Esta es Castilla —en nuestro caso, cabría decir España— que hace a los hombres y los gasta". Pero, al menos en el caso de Adolfo Suárez, se podría completar la amarga frase dejada para la historia, al pie del cadalso, por don Alfonso Fernández Coronel (allá por 1353) con un estrambote reconfortante: "…y que, pasado un tiempo, los rescata y realza". No hay en nuestros últimos cuarenta años de vida colectiva una figura política que haya sido, sucesivamente, tan jaleada, vilipendiada, ignorada y, por último, tan admirada y reconocida como Adolfo Suárez. No es mi opinión: es lo que indican los datos. MÁS INFORMACIÓN Los rasgos del encanto El tapado de la democracia El líder que cambió la historia de España Adolfo Suárez, el político más solitario de la democracia En los sondeos realizados en los años en que presidió el gobierno, Suárez obtuvo evaluaciones, entre la ciudadanía, que no bajaron del 5 y que, en ocasiones, superaron el 6 —notas medias, siempre en una escala evaluativa de 0 a 10, más que positivas para una figura pública—. En 1987, cuando aún aleteaba el CDS que creara, lograba mantener un 5,2. Pero en 1991, dimitido ya como presidente del partido, e inmediatamente relegada su figura al desván de los juguetes políticos rotos, el último sondeo en que su nombre fue incluido le otorgó un pobre 3,7. Y vinieron poco después tiempos distintos, en que se consideró necesario pasar a una política "sin complejos" —en realidad, a una política sin modales, o, al menos, sin los modales de pacto, transacción y mutua lealtad de nuestros primeros años democráticos—. Y ello, no sin cierta paradoja, contribuyó a agigantar —en el recuerdo de quienes la vivieron y en el relato transmitido a quienes la conocieron solo de oídas— nuestra transición a la democracia: el modo en que fue afrontada por los distintos actores políticos y el logro histórico colectivo que supuso la generosidad y alturas de miras de todos ellos. Y eso rescató de las sombras a quien —ciertamente con el amparo e impulso de la Corona— tuvo que llevar el timón en los primeros y más turbios momentos de la misma. Y se recuperó la memoria de su figura, quizá como involuntaria compensación del destino a la que él perdía. Así, en el último sondeo en que, en mi conocimiento, volvió a someterse a evaluación ciudadana a Adolfo Suárez —realizado por Metroscopia en noviembre de 2010, es decir, cuando ya era conocida la decadencia física del primer presidente de gobierno de la actual democracia— este apareció en un destacado, estelar, primer lugar con una puntuación media excepcional (7,9). Cabe pensar que, en alguna medida, su estado de salud pudo haber propiciado en ese momento algún plus de conmiseración —y quien sabe si de mala conciencia— en algunos de sus conciudadanos. Pero parece impensable que eso, por sí solo, baste para explicar que votantes del PP, PSOE e IU, y que españoles jóvenes, de mediana edad o mayores, coincidan, tantos años después, en otorgar una nota final tan excepcional a quien, probablemente, se marcha sin tener conciencia de haberla obtenido. José Juan Toharia es catedrático emérito de Sociología y presidente de Metroscopia. ¿Qué evaluación le merece cada una de las siguienes figuras públicas? (PUNTUACIONES MEDIAS EN UNA ESCALA DE 0 A 10) TOTAL Votantes de Edad PSOE PP IU 18-34 35-54 +55 Adolfo Suárez 7.9 8.1 8.4 7.0 7.1 7.9 8.5 El rey Juan Carlos 7.1 Barack Obama 6.7 El príncipe Felipe 6.4 Felipe González 6.3 Javier Solana 6.1 Angela Merkel 6.0 José María Aznar 4.6 El Papa (Benedicto XVI) 4.5 José Luis Rodríguez Zapatero 3.9 Mariano Rajoy 3.8 Fidel Castro 2.3 Hugo Chávez 1.9 Fuente: Metroscopia, noviembre de 2010. fuenteshttp://politica.elpais.com/politica/2014/03/21/actualidad/1395422649_832264.html

Un político de raza

Conocí por primera vez a Adolfo Suárez en los meses de invierno del trascendental año 1977 en el que se iba a consumar uno de los grandes momentos de la Transición. Desde el primer instante se produjo una corriente de simpatía mutua que no se agotaría ya nunca a pesar de que mantuviéramos a lo largo de nuestra andadura política frecuentes momentos de controversia y disparidad de opiniones pero, al final, era imposible disgustarse con él. Adolfo era una persona eminentemente buena. Tenía un trato cordial y cortés con cuantos se relacionaban con él. Sabía escuchar y en el trabajo se comportaba de manera paciente y reflexiva. Tenía, por lo demás, una capacidad de aguante increíble lo que le facultaba para no perder los nervios nunca y trasmitir siempre sensación de tranquilidad y dominio de las situaciones más adversas. El asalto por parte de fuerzas de la Guardia Civil al Congreso de los Diputados en la tarde del 23 de febrero supuso una buena muestra de lo que Suárez era capaz de afrontar con una serenidad encomiable y un dominio total de la situación. MÁS INFORMACIÓN FOTOGALERÍA La primera etapa de Suárez (1966-1980) FOTOGALERÍA La vida del expresidente (1980-2009) Suárez marcó las pautas del futuro para el País Vasco Los rasgos del encanto El tapado de la democracia La luz de una vela cuando se apaga Adolfo Suárez, el político más solitario de la democracia Dejó de irle bien cuando no estuvo solo La tarea hercúlea de la Transición coincidió, además, con la etapa más cruel y virulenta de ETA donde una semana sí y otra también la banda criminal nos retaba con asesinatos y secuestros por doquier, sin que todo ello fuera capaz de quebrar la férrea voluntad de Suárez por culminar el reto que se había impuesto. Adolfo amaba la política hasta límites insospechados. En mi ya dilatada vida y habiendo tenido la oportunidad de conocer variadas y muy diversas personalidades políticas, tengo que manifestar que ninguna me impresionó tanto como la del Presidente Suárez porque en aquellos años vivió y se desvivió de tal manera en su cometido político que se podría decir que no tenía otra vida más que la vida política. Nuestro personaje era, por lo demás, muy valiente y no se amilanaba por nada. Aceptaba cualquier reto y desafío con serenidad y pasmosa tranquilidad y siempre con un cierto aire desafiante. Era todo menos un teórico de la política. Conocía perfectamente sus carencias pero las compensaba con una intuición arrolladora y un arte de seducción implacable. En el mano a mano era irresistible pero cuando tenía que comparecer ante los españoles en la televisión sabía revestirse de un tono de gravedad y sentido del Estado que le garantizaba siempre un altísimo porcentaje de aceptación. Se encontraba, ciertamente, más incómodo en los debates parlamentarios porque conviene recordar que desde la derecha y la izquierda se le presionaba a veces con manifiesta desconsideración en clave de oportunismo político descarado. Fraga quería imponer a toda costa su teoría de la Mayoría Natural mientras Felipe González mostraba con juvenil impaciencia su deseo de ocupar el poder a cualquier precio. El pluralismo divergente, innato en la UCD, tampoco ayudaba a que Suárez se encontrara debidamente respaldado ante los embates de una interesada oposición. En aquellos meses que preludiaban su posterior retirada, Adolfo Suárez sufrió intensamente una agobiante soledad. En esos momentos llegó incluso a faltarle el debido sostén de quien le había encumbrado en otros tiempos. Soy testigo de especial excepción que Suárez se afanó desde un principio en hacer una Constitución por consenso y que para ello estuvo dispuesto a ceder lo que hiciera falta –probablemente más allá de lo necesario- para conseguir que la Constitución fuese aprobada por la inmensa mayoría de las fuerzas políticas del país y, finalmente, por la rotunda mayoría del pueblo español. Siempre le escuché, una y mil veces, que no deberíamos repetir la historia pasada pues las Constituciones de entonces habían sido la expresión únicamente del bando que en cada momento ostentaba el poder. Le obsesionaba la idea de hacer una Constitución que durara a poder ser, al menos, un siglo. Para lograr este objetivo tuvo que aprobar una Ley para la Reforma Política que fue una de las claves de la Transición. Se jugó su prestigio al legalizar al Partido Comunista y tuvo, además, que articular en tiempo record un partido político, la UCD que resultó vencedor en las elecciones de 1977. Concluyó, además, los Pactos de la Moncloa y tomó un rosario de decisiones de indudable calada tanto a nivel nacional como internacional. Tiempo habrá para profundizar en su legado político. Adolfo Suárez está ya y estará siempre en la Historia de España. Hoy, desde las páginas del PAIS quiero hacer público a su familia y, muy en especial, a su hijo Adolfo el testimonio de mi leal amistad y el honor que tuve al formar parte de uno de sus gobiernos. España pierde un gran hombre de Estado a quien personalmente guardaré siempre un inmenso cariño. fuenteshttp://politica.elpais.com/politica/2014/03/21/actualidad/1395422571_353520.html

Suárez, algo más que consenso

La imagen que ha quedado de Adolfo Suárez después de tres décadas de la transición es la de un responsable público que diseñó y lideró el consenso entre fuerzas políticas diferentes en una situación social compleja y muy difícil. Es un buen recuerdo reforzado por la experiencia de los últimos treinta años que ha puesto de manifiesto reiteradamente las dificultades de la vida política, sobre todo cuando las circunstancias económicas, con todos los altibajos que se quiera, ayudan muy poco. El consenso, la búsqueda de aspectos, planteamientos y soluciones comunes entre los partidos políticos, fue un mérito compartido. Suárez, como líder del partido mayoritario y Presidente del Gobierno, tuvo una responsabilidad especial. No podía ser de otra manera. Su aceptación personal y la de muchas de sus propuestas se vio reforzada por su credibilidad creciente en círculos intelectuales y ambientes políticos diversos. Pronto pudo comprobarse que su preocupación y dedicación iban más allá de la búsqueda de armonía y convergencia y entraban de lleno en las cuestiones económicas y sociales planteadas, algunas de ellas de urgencia e importancia indudables. Los ejemplos son numerosos, aunque el paso del tiempo haya hecho olvidar algunos y perder matices a otros. Baste reiterar los conocidos y reiterados Pactos de la Moncloa, obra colectiva de los partidos con representación parlamentaria, pero también con iniciativa, responsabilidad y obligaciones específicas del Gobierno. La credibilidad de Suárez, que contribuyó a su aceptación personal y la de su programa y propuestas, se apoyó en los resultados electorales de junio de 1977, como era lógico, pero también en su decisión de acometer las dos grandes reformas pendientes que se habían demandado históricamente y con especial insistencia en el siglo XX. Me refiero a la reforma fiscal y a la reforma laboral. Las dos reiteradamente invocadas desde el campo científico y asociativo y también desde el político, en la medida en que era posible esta reivindicación en situaciones y regímenes no democráticos. MÁS INFORMACIÓN El forjador del gran pacto Rajoy reivindica la Constitución y Mas correrá riesgos El legado constitucional En pie frente a los golpistas del 23-F 1.670 días que cambiaron España ESPECIAL Suárez frente al espejo ajeno. Recopilación de columnas La primera, la fiscal, exigía la personalización del sistema tributario, la determinación y conocimiento de las bases con técnicas directas y una imposición sobre el patrimonio que equilibrase la establecida sobre la renta y, principalmente, el gravamen sobre los rendimientos del trabajo. En general, todo lo que ya entonces era propio de un sistema tributario moderno. La Ley de Medidas Urgentes de 1977 fue un primer paso que demostró de manera inequívoca y rápida la voluntad del Gobierno Suárez de ir, por primera vez, a una verdadera reforma impositiva. Posteriormente, y sin mayores dilaciones, las Leyes de 1978 sobre imposición de la renta de las personas físicas y sociedades cerraron la modificación impositiva que satisfizo las exigencias científicas y políticas que habían sido puestas sobre la mesa reiteradamente. La reforma laboral era la otra gran asignatura pendiente. Aquí las dificultades eran mayores, dado que era necesaria la disolución efectiva de la Organización Sindical (ente poderoso, complejo y de notorio arraigo) como cuestión previa al establecimiento de un ordenamiento propio de una democracia industrial. En esta línea se adoptaron en plazo muy breve medidas legislativas y administrativas que permitieron salvar este obstáculo y avanzar en la atribución del protagonismo social directamente a trabajadores y empresarios. El mismo Suárez, con anterioridad incluso a las elecciones legislativas de 1977, afrontó algunas situaciones urgentes a través de una regulación indispensable del derecho de huelga y de la libertad sindical. Posteriormente, la reforma proclamó el reconocimiento de los derechos de los agentes sociales y precisó sus obligaciones. El Estatuto de los Trabajadores, una ley principialista y equilibrada, fue una pieza normativa esencial de esta reforma. Es cierto que las normas fiscales y laborales son siempre objeto de modificación, dada su utilización al servicio de objetivos de política económica siempre cambiantes. Pero esto no ha impedido que sus principios, estructura y aspectos básicos hayan llegado hasta nuestros días con utilidad para gobiernos de distinto color político en los últimos treinta años. En resumen, como se ha dicho, Adolfo Suárez apoyó decididamente las dos grandes reformas pendientes en España que tenían un contenido social indudable. Lo hizo con eficacia, de manera que su entrada en vigor fue inmediata a partir del primer Gobierno democrático y de aprobación de la Constitución. Todo ello hace que su figura transcienda el consenso y encaje más adecuadamente en la labor de un reformador oportuno y eficaz. Rafael Calvo Ortega fue ministro en dos Gobiernos de Suárez y Secretario General de UCD. fuenteshttp://politica.elpais.com/politica/2014/03/24/actualidad/1395678225_730620.html

Sagaz, inteligente, generoso

El 17 de enero de 1995, en el Teatro de Rojas de Toledo, entregamos a Adolfo Suárez el Premio Alfonso X El Sabio. Fue, según dijo, el primer reconocimiento público desde la izquierda. Mis palabras de entonces siguen vigentes. “No necesitas homenajes. Al aceptar el nuestro, nos das tanto como recibes. Tu presencia es un acicate para la reflexión, porque para abrir las puertas al futuro es necesario no olvidar la historia. Suárez llegó al centro de la escena política justo cuando España entera ansiaba vivir una libertad dramáticamente aplazada. Con su nombramiento en 1976 se abría paso aquella libertad sin ira de la que hizo un lema político. MÁS INFORMACIÓN El forjador del gran pacto Rajoy reivindica la Constitución y Mas correrá riesgos El legado constitucional En pie frente a los golpistas del 23-F 1.670 días que cambiaron España Puedo prometer y prometo... ESPECIAL Suárez frente al espejo ajeno. Recopilación de columnas No teníamos confianza en el poder establecido. Abundaba la incertidumbre y el miedo colectivo a que se repitiesen los peores episodios de nuestra historia. Tres fueron tus cualidades: sagacidad, inteligencia y generosidad. Sagacidad para esquivar las andanadas de quienes se creían propietarios del Estado y de España y entendían que cualquier hilo que condujera a la soberanía popular significaba la perdición. Una sagacidad compuesta de astucia y prudencia, de atrevimiento y mesura. Adolfo Suárez supo desenvolverse con soltura. Se atrevió a dar pasos decisivos en el día preciso. El sábado de gloria en que legalizó el Partido Comunista, el día que envió un avión para el regreso de Tarradellas y con él la recuperación de la Generalitat, su planta erguida el 23 F. Inteligencia para conocer el punto de vista de los adversarios políticos que ni fueron pocos ni siempre fuimos templados. El presidente Suárez tuvo la inteligencia suficiente para abrir paso a su reforma en medio de aquellas "ambigüedades calculadas". Fue el que más fruto pudo sacar de éstas aunque, a la postre, también fue el que personalmente más pagó por ellas. Esquivaste, es decir, burlaste a maniqueos y a dogmáticos. Hiciste, en definitiva, del arte de lo posible el recurso para alcanzar lo que parecía, si no imposible, muy improbable. Generosidad. Es decir, poner antes el decoro y la dignidad que los intereses personales. Una generosidad que no es el contrapunto sino el complemento de una gran y legítima ambición política: la de identificar tu persona y tu trabajo con la superación de aquella predicción que definía a España como un perpetuo motín de Esquilache. Con Suárez se fraguó un nuevo modo de estar juntos. Y aquel epitafio que había escrito Larra durante nuestra primera guerra civil "Aquí yace media España, murió de la otra media", dejó de ser una exacta predicción. No somos pocos los que pensamos que a Suárez le costó muy caro el atrevimiento de librarnos de los salvadores de siempre. Unos, hay que confesarlo, no le reconocíamos su tarea de innovador por razón de su origen. Otros lo rechazaban, precisamente, por no haberse encadenado a él. Lo cierto es que fue apartado de su espacio político ante los atónitos ojos de aquellos españoles que presintieron una conjura en las sombras del poder. Muchos no nos percatamos de ello hasta la investidura de su sucesor, en febrero del 81. Sólo quiero finalizar invocando el derecho de la juventud española a conocer su historia. Que la avalancha cotidiana de noticias no sea anestesia para el olvido”. fuenteshttp://politica.elpais.com/politica/2014/03/24/actualidad/1395679055_769438.html

Conductor de la historia

Hay dirigentes políticos que, con sus grises y sus defectos, conviven con algún periodo de la historia y se mimetizan, pero hay otros, como Adolfo Suárez, que se atreven a cabalgar sobre la historia, a domarla y a conducirla hacia donde quieren. A los pertenecen a esta categoría, que ven más allá del presente inmediato, los llamamos estadistas y suelen escribir las mejores páginas de la vida de sus países. Suárez fue un estadista y un político providencial en uno de los momentos más difíciles de la España del siglo XX. Su hoja de méritos no tiene comparación: proveniente de las filas del franquismo, supo entender que el régimen no tenía ningún futuro y que la sociedad española quería dejar de ser una anomalía histórica y política. Junto con el Rey, sabía que el único escenario de convivencia pasaba por desmantelar con precisión las viejas estructuras y crear otras nuevas sobre una base de legitimidad democrática sin hacer ningún destrozo en el camino. Parecía imposible, pero lo consiguió. Algunas de sus acciones fueron osadas: la legalización del Partido Comunista la Semana Santa de 1977; la convocatoria de elecciones libres apenas dos años después de la muerte del dictador; el proceso de redacción de la Constitución, la creación del concepto de consenso. Todo ello, y muchas cosas más, fue obra del coraje personal de Adolfo Suárez, de su capacidad de conciliar intereses diversos y de su perspicacia para entender que, más allá de seguir un camino, lo que necesitaba era crearlo. MÁS INFORMACIÓN El adiós a Suárez reúne a todos los presidentes y fuerzas políticas Artur Mas: “Miró de cara, se arriesgó, no rehuyó los problemas” De traje y corbata para despedir a un mito de la política FOTOGALERÍA Las raíces de Adolfo Suárez Los vídeos de la capilla ardiente de Suárez 1.670 días que cambiaron España ESPECIAL Suárez frente al espejo ajeno. Recopilación de columnas Lo tuvo que hacer en medio del huracán, con los poderes fácticos amenazando con golpes de estado y con bandas terroristas asesinando sin control. La situación económica no era mejor y si bien Suárez será recordado por pilotar la transición, también debemos recordar que consiguió la firma de los Pactos de la Moncloa y sentó las bases de un sistema tributario moderno. Visto desde Catalunya, Suárez tiene luces y también algunas sombras. Los catalanes debemos reconocer la visión y el acierto de restaurar la Generalitat, admitiendo así la legitimidad histórica de la institución y del presidente Tarradellas. Si se hubiera aferrado a las "Leyes Fundamentales" y a la legislación entonces vigente, Tarradellas no habría podido regresar y el problema de Cataluña hubiese sido irresoluble. Pero al mismo tiempo, a pesar de hacer posible una Constitución que, según se leyera, podía dar respuesta a las aspiraciones de autogobierno y de reconocimiento nacional de Cataluña y de otros territorios del Estado, la posterior política del café para todos las aguó de forma considerable. Sin embargo, los grandes problemas no han provenido directamente de la Constitución del 78, sino de las lecturas cada vez más centralizadoras que se ha hecho en décadas posteriores y que ahora nos vuelven a situar en un escenario complicado. Ya disponemos de suficiente perspectiva para elogiar, sin ambigüedades, la figura y la obra política de Adolfo Suárez. No ha habido en toda la historia democrática de los gobiernos españoles nadie con la misma capacidad de llegar a acuerdos y de impulsar reformas aceptadas por prácticamente todo el mundo. Después de Suárez y de aquellos años de ilusión colectiva que representaron la transición, España ha perdido mucho cuando ha pasado de las políticas de "consenso" a las de "confrontación". Conviene recuperar el espíritu de sagacidad y de inteligencia práctica que le caracterizó al frente del gobierno del Estado. Por eso, ahora que se ha ido, nos damos cuenta de la necesidad de personas como Adolfo Suárez que sabían valorar la importancia del diálogo, del acuerdo y de la democracia. José. A Duran i Lleida, presidente del comité de gobierno de Unió Democrática de Catalunya. fuenteshttp://politica.elpais.com/politica/2014/03/24/actualidad/1395687238_209954.html

Revolución y reacción

El movimiento político que promueve la consulta sobre el futuro político de Cataluña al que sus partidarios se refieren con asepsia como el proceso y sus adversarios califican como amenazante desafío catalán ha sido definido por algunos analistas afines a él como una revolución democrática. Como una verdadera revolución, porque quiere cambiar el status constitucional y político de Cataluña y la hegemonía en su seno. Y verdaderamente democrática porque apela solo al voto y están convencidos de que expresa una voluntad mayoritaria en la sociedad. Su objetivo sería la creación de un Estado catalán, una república, que sustituyera el, a su juicio, agotado régimen de autonomía e insertara a Cataluña en el concierto europeo con voz propia y tan independiente como los demás estados que componen la Unión Europea. Es decir, relativa, pero desde luego muy superior a un autogobierno que disminuye con cada ley que aprueba el Gobierno de PP. El sujeto revolucionario ya no sería, como en la revolución vivida en Cataluña en el verano de 1936, el anarquismo obrero y sus circunstanciales aliados de la pequeña burguesía urbana y agraria, sino la amalgama de clases medias de las ciudades, profesionales y pequeños empresarios, asalariados de los servicios, de la enseñanza y una franja de los trabajadores industriales y de la intelectualidad progresista y catalanista. La verdad es que se hace difícil imaginar a una coalición de centro derecha como es CiU como agente de una revolución, sea del tipo que fuera, y a su dirigente máximo, Artur Mas, como su líder. Pero de momento y pese a las presiones del establishment, ahí están él y su partido desde septiembre de 2011. Desde entonces coexisten dos núcleos de dirección política de este movimiento, con sus respectivos estados mayores. Uno es el institucional, en el que el presidente Mas, su Gobierno y la amplia mayoría parlamentaria que persigue la celebración de la consulta van siguiendo los pasos para celebrarla convencidos de que es legalmente posible y de que si se ciegan la vías legales será solo por decisión política del Gobierno español. Más o menos como sucedió con el Estatuto de Autonomía de 2006. Sobre este particular no se hacen ilusiones. Será legal si el Tribunal Constitucional en manos del PP y sus amigos decidan que lo es, piensan. Pero también puede ser legal, si se quiere. Hasta ahora no se ha incurrido en ilegalidad. Pero otra cosa será, probablemente, si choca con la legalidad o quiere saltar por encima de ella. El otro núcleo de dirección está formado por una agrupación flexible de representaciones sociales íntimamente conectada con los partidos independentistas, sobre todo Esquerra Republicana (ERC) y Convergència Democràtica (CDC) y, en menor medida, con sectores de ICV, EUiA y del PSC, pero sin vinculación orgánica y jerárquica con ninguna ellos. Más bien lo contrario: su capacidad de iniciativa les ha convertido en un poder que impone sus iniciativas a los partidos. Han creado la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y han demostrado tener una alta capacidad de convocatoria y han logrado una amplia aceptación social de su activismo soberanista. Ellos son los promotores de la campaña de consultas populares municipales sobre la independencia que se llevó a cabo antes de la sentencia del Estatuto. Ellos fueron los organizadores en 2010 de la primera gran manifestación contra la citada sentencia y desde entonces marcan el ritmo de la presión política al Gobierno de Artur Mas con las manifestaciones de cada 11 de Setembre. La última, la Via Catalana de 2013, constituyó una demostración de apoyo social y fuerza política de una potencia que solo la ceguera puede ignorar. Están convencidos de que el Estado español nunca aceptará de buen grado la pérdida de Cataluña. Piensan, con razón, que algún tipo de ruptura habrá que forzar si quieren alcanzar el éxito. La voluntad revolucionaria de este conglomerado social y la capacidad de sus dos niveles de dirección para encauzarlo efectivamente en el momento del choque o la ruptura que inevitablemente tiene que llegar si quiere materializar un Estado catalán soberano está por ver. Hasta ahora no se ha incurrido en ilegalidad. Pero otra cosa será, probablemente, si choca con la legalidad o quiere saltar por encima de ella. Será también otra cosa a medida que la reacción vaya tomando cuerpo. Toda revolución tiene sus contrarrevolucionarios, claro. Toda acción provoca su reacción y este principio de la física vale también, habitualmente, para la política. Uno de los aspectos interesantes de esta situación ha sido que una parte importante del partido socialista comparte la idea de que hay una revolución democrática en marcha y rechaza verse a sí misma en las filas de los contrarrevolucionarios. Comprueba que, como en tantas revoluciones leídas en los libros, es la acción y no las palabras lo que en los momentos críticos define el papel de cada cual. La semana pasada fue posible ver en las Cotxeres de Sants que un parte muy sustantiva del PSC rechaza alinearse con los contrarrevolucionarios, aunque entre ellos haya muchos socialistas. Participaron en la Via Catalana. Al mismo tiempo, es obvio que hay otra parte del partido que está encantada de oponerse a la consulta. Es una situación contradictoria, pero real. De cómo se desarrolle a partir de ahora este aspecto del conflicto catalán depende en buena medida el futuro del partido socialista en Cataluña. Pero también la capilaridad del movimiento revolucionario en una extensa franja social. fuenteshttp://ccaa.elpais.com/ccaa/2014/03/24/catalunya/1395698025_630253.html