sábado, 14 de diciembre de 2013

El archivo de Negrín vuelve del exilio

Las guerras duran menos que sus secretos. Es probable que algunos embrollos de la española se clarifiquen en 2014, cuando se cumplen 75 de su final, gracias a la apertura al público de un archivo básico, cuya mera supervivencia resulta novelesca. Miles de documentos oficiales, que el último presidente del Gobierno republicano, el socialista Juan Negrín, trasladó en varias fases a Francia, podrán consultarse a partir de febrero gracias a la decisión de Carmen Negrín, nieta del político, de ceder el fondo al Cabildo de Gran Canaria para abrirlo a la investigación. Después de dos guerras (la española y la mundial), numerosas diferencias familiares e incluso un raro episodio de asalto, el legado de Negrín ha retornado desde Francia en un carguero, que depositó las históricas cajas en un muelle de Las Palmas llamado Primo de Rivera.

Arsenal histórico

Los fondos reconstruyen la actividad del Gobierno durante la guerra: informes secretos, libros de contabilidad, fotos de bombardeos, telegramas, planos y mapas del frente o listados de prisioneros.
En el exilio, Negrín acrecentó su fondo con material sobre la ayuda a refugiados, los campos de concentración, además de cartas con distintas personalidades.
Y se diría que provocación con provocación se paga. El lugar elegido por el Cabildo de Gran Canaria para depositar los documentos es la antigua caja de reclutas de Las Palmas, un edificio que en 1936 estuvo al servicio de militares rebeldes y ahora honrará la figura de una de las bestias negras del franquismo. Ayer, Carmen Negrín, impulsora de la recuperación de la figura de su abuelo, cedió a la institución canaria alrededor de 150.000 documentos originales relativos a los años de guerra (en su mayoría) y de exilio. Para mayor seguridad, una copia será depositada en los Archivos Nacionales de Francia y otra ya está en manos del Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca. Pero será laFundación Juan Negrín, una entidad privada sin ánimo de lucro fundada en Las Palmas por un grupo de admiradores de Negrín en 1992, la responsable del uso y custodia del legado, que se prevé abrir al público en febrero, cuando se inaugure el rehabilitado edificio militar.
La memoria de Negrín vuelve así a la isla donde nació en 1892, en una adinerada saga burguesa, que le costeó estudios de Medicina en Alemania allanándole el camino hacia lo que parecía su destino: una preeminente carrera científica (Negrín formó a Severo Ochoa y Grande Covián en Madrid) que le truncaron las guerras del siglo XX. A pesar de sus simpatías conservadoras y religiosas su familia pagó un alto precio por el protagonismo político de Juan Negrín, que debió bregar con la encarcelación de su padre por el único delito del parentesco y la confiscación de buena parte del patrimonio. Aunque el político falleció sin dejar instrucciones explícitas sobre el depósito de su archivo, su nieta cree que responde a sus deseos: “Cuando se llevó los documentos fue con la idea de que la República regresaría y los papeles se devolverían al Estado”.
Un carné de Negrín / ARCHIVO FUNDACIÓN JUAN NEGRÍN
A ella, que vivió entre los tres y los nueve años con su abuelo y su pareja, Feliciana López de Dom Pablo, ni se le ha pasado por la cabeza comerciar con el legado. “No es algo que se deba vender. Tiene mucho valor y no tiene precio”, subraya. Los historiadores coinciden. Tal vez se trate de la colección documental más valiosa del exilio. “Es un archivo crucial. Negrín consiguió sacar fuera y casi mantener intacto (las pérdidas fueron menores, creo) el material de Presidencia del Gobierno, el Ministerio de Hacienda y el Ministerio de Defensa. Hay joyas estupendas”, opina Enrique Moradiellos, biógrafo del socialista.
Poco antes de morir, en 1956, el político comenzó a escribir sus memorias
Entre ellas, la génesis de sus memorias, que tituló Contribución a la historia de la guerra de España (guerra mundial en España), documentación oficial sobre el oro trasladado a Moscú y vendido para comprar armas. La colección alumbrará sombras sobre su ruptura con Indalecio Prieto, que había sido su mentor político, sobre la pérdida del tesoro del Vita, sobre sus relaciones con la URSS, que alimentaron el principal sambenito que acompaña su figura. También sobre su pensamiento político, más propio de un estadista que de un entregado estalinista. “Frente al rechazo de otros refugiados, él defendía que España entrase en el Plan Marshall”, afirma el historiador canario Sergio Millares, que también llama la atención sobre su respeto a la libertad religiosa. “Después de una etapa caótica, logra imponer cierto orden y da instrucciones para normalizar la vida religiosa”.
Hasta los noventa nadie ajeno a la familia tuvo acceso al fondo. Sergio Millares, que asesora a la Fundación, fue el primero en tocar los documentos que conservaba Juan Negrín jr, el primogénito del político. Durante un año los fotocopió y escaneó. En paralelo, Carmen Negrín, que había descubierto que guardaba otra parte del tesoro documental en el sótano de la casa donde vivía y donde había muerto su abuelo, invitó a Gabriel Jackson a desempolvar la historia. “Fuimos los primeros en abril aquellos fajos de papeles envueltos en periódicos del 39. Yo deshacía nudos, quitaba el polvo, lloré de emoción, fue bonito”, revive en un avión rumbo a Las Palmas, días antes de formalizar la cesión al Cabildo de Gran Canaria.
Una miniatura de la Constitución de 1931. / ARCHIVO FUNDACIÓN JUAN NEGRÍN
Tras la muerte de Juan Negrín jr, Carmen reunificó el archivo y comenzó a facilitar el acceso a algunos historiadores como Ángel Viñas, Helen Graham o Ricardo Miralles. Con cuentagotas. La familia Negrín lleva décadas instalada en la desconfianza, una reacción natural después de la demonización del político socialista que, cuando murió en París en 1956, pidió que se ocultase el hecho durante 48 horas temeroso acaso de desatar nuevas polémicas. Negrín tuvo buenos amigos, pero sobre todo tuvo buenos enemigos. Fuera y dentro de su partido, que acabaría expulsándolo como un apestado. En 2009 el PSOE devolvió a su nieta el carné de militante del abuelo.
Así que a Carmen le ha costado decidir el destino de un archivo con el que ha convivido casi toda su vida. “Al principio lo que yo quería era responder a todas las bestialidades que se decían de él y limpiar su imagen. Y pensé que en el archivo estarían las pruebas, pero al meterme en ello pensé que tenía que ser algo público y transparente”, expone.
En el pasado su tío había ofrecido el legado a Gabriel Jackson para la Universidad de California. “Pedía un precio alto pero no exorbitante en el caso de que uno pudiera asegurar que los documentos incluían importante y nueva información sobre el liderazgo político de Juan Negrín en tiempo de guerra. Al mismo tiempo que me aseguraba que así era, me dijo que no me permitiría ver los documentos y que ni siquiera me enviaría un listado de títulos o resúmenes. En esas circunstancias tuve que decirle, con profundo pesar, que no podía pedir a quienes regentaban la universidad hacer una compra cara, de la cual no podría dar una descripción completa”, revivía Jackson en un texto escrito para una exposición dedicada a Negrín en 2005.
La familia entregó documentos sobre el oro de Moscú, que el régimen ocultó
La única directriz sobre su legado que marcó el político se refería al oro de Moscú. Ordenó, a su muerte, devolver al Estado documentos que luego el régimen encerró bajo veinte llaves en el Banco de España hasta que Ángel Viñas accedió a ellos en los setenta y desmontó el gran mito del saqueo del oro por la URSS.
Entre lo devuelto figuraban el decreto firmado por Azaña y Negrín autorizando al ministro de Hacienda (Negrín) a trasladar al lugar “que estime más seguro” y “en el momento que estime más oportuno” las reservas metálicas del Banco de España, así como varias órdenes de venta de oro al Comisariado del Pueblo de Finanzas de la URSS, firmadas por Largo Caballero (mientras fue presidente del Gobierno) y Negrín.
En el archivo depositado ahora en Canarias existe más documentación sobre aquel episodio, incluida una nota manuscrita del propio Negrín sobre el asunto en la que explica que la decisión no se tomó “para complacer a los rusos”. “Ellos fueron los primeros sorprendidos cuando se les propuso”. Negrín escribe que el primer objetivo consistía en poner a salvo el oro y el segundo en convertirlo en divisas para necesidades de la República. La decisión se tomó bajo la presión de una inminente llegada de las tropas sublevadas a Madrid. “Los últimos envíos se hicieron estando la línea de ferrocarril (por Aranjuez) bajo el fuego enemigo”. Y no solo les perturbaban los rebeldes: “Nos mueve la preocupación de que grupos de incontrolados se hicieran por un golpe de mano con los depósitos del Banco (…) Cuando las fuerzas mandadas por Durruti fueran a Madrid se supo por informaciones al parecer fidedignas que intentaban convertirse en 'fuerzas de protección' del Banco de España. Felizmente ya entonces, y sin que ellos lo supieran, ya el oro no estaba en Madrid, sino en Cartagena”.

Renovar el pacto constitucional

Hace cinco años, en estas mismas páginas, Albert Solé se refería orgullosa y cariñosamente a la Constitución como su hermana, no en balde comparten padre: Jordi Solé Tura. El cineasta, hijo de uno de los mejores ministros de Cultura de nuestra democracia, recordaba en su artículo Respetad a mi hermana (EL PAÍS, 6 de diciembre de 2008) que lo importante de esta Constitución no es tanto el texto como la música, la atmósfera de entendimiento y superación de las diferencias que desprende el conjunto.
La encrucijada social, económica, política y territorial en la que España se encuentra hoy podría, sin duda, superarse con ese mismo espíritu, el que hace 35 años puso de manifiesto que nuestros dirigentes políticos estaban a la altura de lo que la ciudadanía demandaba. Los catalanes, y el conjunto de los españoles, nos exigen un proyecto capaz de abordar simultáneamente dos problemas: resolver las disfunciones acumuladas tras 30 años de desarrollo del Estado de las Autonomías y encauzar el malestar de amplios sectores de la sociedad catalana sobre la relación de Cataluña con el resto de España.
Uno de los elementos para cimentar esa nueva arquitectura institucional del Estado es la declaración Un nuevo pacto territorial. La España de todos y el documento Hacia una estructura federal del Estado,aprobados por el consejo territorial del PSOE el pasado mes de julio en Granada, fruto de un esfuerzo transparente de reflexión y diálogo para ofrecer a la sociedad española y al resto de fuerzas políticas.
Las actuales disfunciones del Estado de las Autonomías han sido descritas de forma amplia y recurrente y sobre ellas existe un gran consenso: un sistema de reparto de competencias confuso y conflictivo, la ausencia de una verdadera Cámara Territorial, un modelo de financiación inacabado e insatisfactorio, la necesidad de garantizar en todo el territorio del Estado la protección de los derechos sociales básicos en condiciones de igualdad, la conveniencia de avanzar en la cohesión de los territorios y en la convergencia regional, la insuficiente colaboración institucional entre comunidades autónomas y Estado, y la conveniencia de continuar adecuando las Administraciones públicas a la estructura territorial autonómica y de mejorar su eficiencia y eficacia.
Es necesario resolver las disfunciones acumuladas en 30 años de desarrollo autonómico y encauzar el malestar de amplios sectores de Cataluña 
Estas disfunciones son de sobra conocidas y suscitan una pregunta incómoda: ¿por qué no se abordan con determinación, prontitud y consenso? ¿Qué nos impide dar respuesta a problemas que redundan en sobrecostes, ineficiencias y perjuicios a la ciudadanía? La propuesta que dibujamos en Granada ofrece caminos de solución y muestra nuestra disposición al diálogo para afrontar inmediatamente unos problemas que no admiten demora.
Pero no fueron solo estos problemas los que suscitaron nuestra reflexión. Los documentos aprobados en Granada por los socialistas tenían también un objetivo claro: proporcionar un cauce para responder al malestar de amplios sectores de la sociedad catalana que se sienten injustamente tratados, escasamente comprendidos e insuficientemente respetados. Es cierto que el terreno de los sentimientos es especialmente resbaladizo y a menudo difícil de atender, pero no es menos cierto que la política tiene como función precisamente la de abordar de forma racional y consensuada estas cuestiones.
Sea cual sea el juicio que nos merezca la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña, debemos reconocer que dicha sentencia alteró un pacto entre las instituciones catalanas y españolas que fue posteriormente ratificado en referéndum por los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña. No hay precedentes en nuestra aún joven democracia de una anomalía como esta. Debemos además ser capaces de dar una respuesta a los amplios sectores de la sociedad catalana insatisfechos por el sistema de financiación vigente y por las dificultades del modelo autonómico actual para integrar singularidades culturales, simbólicas y nacionales.
Los socialistas deseamos que la ciudadanía perciba un paisaje libre de escenarios de ruptura, vamos a actuar para corregir la desconexión gradual en el terreno de los afectos y los intereses compartidos. Por estos motivos decidimos formular una propuesta ambiciosa de reforma constitucional. Precisamente nosotros, que hemos defendido siempre la Constitución y el Estado autónomo, planteamos actualizarlo y perfeccionarlo en una perspectiva federal, porque el federalismo debe ser el modelo definitivo de nuestra organización territorial, como en otros muchos grandes Estados del mundo. El federalismo nos ofrece pautas, tanto para resolver las actuales disfunciones del Estado de las Autonomías, como para reconocer, respetar e integrar las diversas aspiraciones nacionales que conviven en España.
Los socialistas reiteramos nuestras propuestas para renovar el pacto constitucional, al tiempo que reclamamos transparencia y participación en una negociación de la que depende nuestro futuro común.
Concluía hace cinco años Albert Solé que los países, como los individuos, tienen que saber distinguir y honrar los giros decisivos de su historia. Lamentablemente, los presidentes Rajoy y Mas no identifican que el presente es uno de los momentos en los que honrar a nuestra historia exige cambios decisivos que debemos acordar entre todos.
Pere Navarro i Morera es primer secretario del PSC.

Regreso al siglo XIX

El nuevo Consejo General del Poder Judicial se ha constituido tras un cambio legal que confirma la experiencia de que cada reforma de esta institución desdichada es para peor: en su nueva versión es menos plural, con un predominio absoluto de la mayoría, vocales de primera, segunda y tercera, y menos poderes para cumplir su función constitucional. El Consejo ha funcionado mal desde su creación en 1980, inane en la defensa de la independencia de los jueces y deslegitimado por su condición de teatro secundario de la política general. Pero esta reforma no lo hace más efectivo: utiliza su ineficacia anterior para justificar un vaciamiento de sus competencias y un proceso de concentración del poder de nombrar a los cargos judiciales y disciplinar a los jueces.
Pese a la crítica unánime y a las promesas electorales, la renovación de 2013 se ha hecho como siempre. Aburre volver a contarlo: los dos partidos mayores se han repartido los vocales por cuotas y convidado a otros tres. Cada uno ha propuesto a sus candidatos sin opinar sobre los demás. El Congreso y el Senado ha examinado solo a los que no son jueces en comparecencias de 15 minutos —comprendidos los de llegar al estrado, ponerse las gafas y beber agua— y resuelto que son idóneos. Constituidos luego en Consejo, los nuevos vocales han elegido como presidente al que los medios llevaban semanas anunciando.
El nuevo sistema pretendía desapoderar a las asociaciones judiciales, que ya no proponen a los candidatos que deben ser elegidos entre jueces. Pero entre los 12 nombrados hay cuatro de la Asociación Profesional de la Magistratura, cinco de Jueces para la Democracia, solo tres no asociados y ninguno de las asociaciones Francisco de Vitoria y Foro Judicial Independiente, que han puesto voz al hartazgo de los jueces desde 2007. También pesa la jerarquía: aunque la Constitución dice que tiene que haber vocales de cada una de las tres categorías judiciales, los magistrados del Tribunal Supremo (4 de 83) están sobrerrepresentados; los magistrados a secas, infrarrepresentados (9 de 4.455); los jueces, que son 648, ausentes. Cinco de los elegidos son presidentes de tribunales, salas o audiencias.
El cambio esencial es que el Consejo nombrará por mayoría simple (en vez de la cualificada precisa hasta ahora) a los magistrados del Tribunal Supremo, a dos del Constitucional y a los cargos judiciales. Durante los próximos cinco años, la mayoría nombrará a la mitad de los magistrados del Supremo y a los presidentes de todos los tribunales superiores sin tener que alcanzar acuerdos con o aceptar candidatos de la minoría. Es verdad que no siempre se acierta —hay personas imprevisibles, impenetrables, que siguen su criterio sin concesiones—, pero la intención suele ser nombrar a los cercanos, ideológica o socialmente.
La mayoría nombrará a la mitad del Supremo y a los presidentes de todos los tribunales superiores
El nuevo Consejo concentra sus poderes en una comisión permanente de seis miembros, los únicos que tendrán dedicación y sueldo completos. A los demás les quedan un pleno desangelado y unas dietas. Habrá, por tanto, vocales de primera (los de la comisión permanente), segunda (los demás de la mayoría) y tercera (los de la minoría). El empeño en eliminar esos 15 sueldos busca producir un efecto, pero quizá hubiera sido más útil aprovechar a tiempo completo la experiencia y el buen sentido de los vocales y renunciar a alguno de los cientos de contratados de confianza en las Administraciones Públicas. Y, de paso, a los problemas y recusaciones que provocará el inusual régimen de (in)compatibilidades.
Claro que para la concepción que inspira la reforma no sobran 15 vocales, sobran los 20: bastaría un presidente con una oficina. Lo que pasa es que eso es... el Ministerio de Justicia. Y la Constitución quiso, además, otra cosa: un Consejo numeroso, articulado como un colegio, todos cuyos vocales tengan voz y voto, para reflejar la pluralidad ideológica de los profesionales jurídicos y de la sociedad a la que sirven y alejar las decisiones sobre nombramientos, estatuto y disciplina de la órbita del ministerio.
La reforma acentúa su condición auxiliar, o jubilar, de una política que se ocupa poco de que el sistema jurisdiccional produzca mejores sentencias y aún menos de que los jueces que investigan al presidente de una diputación, a un consejero autonómico o al tesorero de un partido se sientan protegidos si las resistencias normales se tornan presiones o amenazas. Ha creado un “promotor de la acción de la justicia” para los procedimientos disciplinarios contra los jueces, pero ningún instrumento eficaz para defenderles en esos casos.
En la reducción del Consejo a un papel de reparto convergen varios afanes: uno clásico de concentración del poder, en que el Ministerio de Justicia ha neutralizado a una institución rival; otro que juega con los eternos deseos de inmunidad del poder; un tercero de autoafirmación de una parte del Tribunal Supremo, que sufre con irritación la deficiente articulación con el Constitucional; otro, en fin, de normalización frente a las huelgas, las asociaciones protestantes y el Consejo de 2008, que fue sensible al malestar de los jueces e impulsó mejoras en el estatuto y las condiciones de trabajo de los jueces, hasta que su segundo presidente reunió una mayoría más preocupada de no molestar que de mejorar alguna cosa.
Los vocales han 'elegido' como cabeza del CGPJ a quien se sabía de antemano que iba a serlo
El resultado es una reacción contra la propia idea constitucional de un CGPJ: un paso de vuelta hacia el sistema de gobierno del siglo XIX, con su apoliticidad profundamente conservadora, su jerarquización inductora del conformismo y los incentivos de una carrera en cuyos escalones superiores —la alta magistratura que describe Alejandro Nieto— se hace un trabajo interesante y queda tiempo para pensar y escribir, mientras los inferiores —la baja magistratura— sobreviven como pueden a la montaña sisífea de sentencias pendientes, a las bajadas de sueldo y a los constantes cambios legales en las competencias, los procedimientos y las tasas. Que como no son consecuencia de estudios rigurosos, parecen cosa de artilleros que no supieran matemáticas: a veces aciertan, pero sobre todo hacen ruido y crean confusión, también en las propias filas.
La idea de que una mayoría simple, que representa quizá a un tercio del electorado, decida por sí sola quiénes serán todos los más altos jueces del país revela una concepción preocupante del poder. La calidad de una cultura democrática se mide precisamente por lo contrario: por la división y la limitación del poder, la complejidad y el pluralismo que incorpora. Para ser eficaz, el Consejo no necesitaba ser reducido a una máquina monocroma y jerárquica. Necesita más transparencia sobre los méritos de sus integrantes y las razones de su elección; más pluralismo en su composición y sus nombramientos; más compromiso en su funcionamiento con los fines de la institución y con las viejas exigencias del derecho administrativo: mérito, capacidad, publicidad, motivación, eficacia... Necesita aportar más, y no menos, al sistema de garantías de la independencia judicial. No es una cuestión corporativa: la distancia entre los elevados principios y la triste práctica del Consejo contamina la percepción pública del entero sistema jurisdiccional, alimenta la sospecha de desigualdad ante la ley y perjudica al crédito del país en las terribles clasificaciones globales.
La prisa que se han dado los partidos en sumarse al acuerdo de reparto no es un buen augurio sobre lo que vendrá cuando cambie el turno. Pero ni el sistema de gobierno judicial ni el de partidos están a salvo de la creciente conciencia de que esto no es… Y ningún retorno al pasado es para siempre: el paso del tiempo, el cansancio de los sometidos y la entropía lo erosionan indefectiblemente, hasta que un momento de lucidez colectiva o un reformador impulsan de nuevo el predominio de los valores sobre la autoridad, el interés de los ciudadanos sobre el de la política, el pluralismo sobre el acaparamiento de las instituciones. Siempre hay —a la derecha y a la izquierda— vocales conscientes de que su cargo es para servir a un fin constitucional, no a estrategias de poder. Si sobreviven a la dieta que les espera, las asociaciones judiciales quizá logren explicar lo que pasa de modo inteligible para el público en general. Habrá jueces que no se resignen al malestar y salgan de su aislamiento para colaborar con otros —y pasarlo bien—, porque hay que filosofar y reír al tiempo, como aconseja el sabio Epicuro.
Diego Íñiguez es magistrado.

Avive el seso y despierte…

Tenemos una memoria adecuadamente frágil como para poder aguantar el peso de nuestra maldad. Si recordáramos un poco más, nos hundiríamos. Por fortuna, en el siglo XIX inventamos la Historia como aparato técnico capaz de tranquilizar una memoria engañadora y sectaria. Ahora lo engañador y sectario es la Historia escrita por los expertos y así nuestra conciencia puede quedar al margen. C’est la faute a l’Histoire, repetimos. Así que recordamos perfectamente la maldad de los enemigos consagrados por la Historia y gracias a ello nosotros somos inocentes.
Un ejemplo adecuado de esta relación inversa entre historia y culpabilidad es, a medida que se aleja en el tiempo, la monstruosa carnicería que produjimos entre los años 1939 y 1945. Seis años y cerca de 70 millones de muertos. Diez millones de muertos por año. Más los que siguieron muriendo en años posteriores como daño colateral. Por ejemplo, los infectados de Hiroshima.
Un fenómeno semejante, aunque ha sido analizado por cientos de miles de historiadores, sociólogos y políticos, aún espera una explicación que sólo podría ser filosófica, pero por desdicha quizá la filosofía ya no tenga base suficiente para interpretar un caso moral tan gigantesco. Sus robustas piernas ahora no pueden apoyarse en fondo ninguno y pedalean en el aire como una figura de dibujos animados. Contra lo que pensaba Adorno, después de Auschwitz no es solo que la poesía haya dejado de tener sentido, es que la filosofía lo ha perdido por completo.
No obstante, la ingente obra de historiadores, sociólogos y políticos ha ido apaciguando a la memoria, acunándola y adormeciéndola, de manera que hoy es ya casi imposible hacerse una idea cabal de lo que aquello fue. No porque hayan muerto sus protagonistas, también murieron los de la Revolución Francesa y eso no impidió la reflexión continuada desde Marx hasta Horkheimer. Sino porque quizá hubo demasiados muertos para tan escasas consecuencias reales.
La Revolución Francesa impuso un mundo nuevo desde Filadelfia a Tokio, una sociedad nueva, unas relaciones entre naciones perfectamente nuevas. La II Guerra Mundial y sus añadidos no trajeron nada, tan solo la sustitución de un imperio, el Británico, por otro, el Norteamericano, y un campo de concentración llamado la URSS. La guerra dejó, eso sí, una memoria de podredumbre moral, cobardía, asesinatos, dirigentes psicóticos, naciones enteras envilecidas y violencia delirante. Todo lo cual, por supuesto, está en trance de desaparecer de nuestra memoria.
En el siglo XIX inventamos la Historia para tranquilizar una memoria sectaria
Fue (una vez más) Walter Benjamin, otra víctima de aquella guerra, quien nos advirtió sobre el Ángel de la Historia y las montañas de muertos que se acumulaban crecientemente a sus pies. La enseñanza es clara. Nos advertía de lo habitual que es, entre los pueblos civilizados, matar constantemente a sus muertos. Y la forma más frecuente de hacerlo, así como la más eficaz, es convertirlos en Historia. Los muertos de las novelas continúan conmoviendo nuestro ánimo, aunque sean muertos de la época napoleónica, siempre que nos los cuente Tolstói. Los de la Historia no conmueven ni deben conmover porque la tarea de la Historia es esa, descargarnos de culpa o echársela a otros. Seguramente por esta razón necesitamos cada vez más libros de historia, los cuales van siendo cada día mejores y con mayores ventas. En tanto que ya no sabemos qué hacer con las novelas.
Hay, sin embargo, un terreno privilegiado que sin ser Historia se aproxima a ella y no renuncia a hacernos vivir lo que narra, como en las novelas. El periodismo mantiene con vida lo que la Historia embalsama o petrifica en la urna del museo universal. También mantiene lo que la novela lanza al infinito de la suspensión de credulidad en un confuso avatar de sexualidad, guerra, robo, y matrimonio. Un periodismo en sentido lato en el que la literatura es tan esencial como en la novela y la exactitud del dato tan importante como en la Historia.
Solo como ejemplo traigo aquí un caso extraordinario, una antología que permite volver a vivir con presencia emocional los espantosos años de la posguerra mundial. La recogió en 1990 Hans Magnus Enzensberger, modelo de intelectual que no renuncia a la literatura, y por fortuna lo acaba de publicar la editorial Capitán Swing con el título de Europa en ruinas. Es un conjunto de reportajes escritos por testigos oculares durante los años 1944 y 1948.
¿Quién reconocería en la actual ciudad de Colonia aquel desierto de cascotes y fúnebres figuras que describe la gran Janet Flaner en marzo de 1945? Trató de hablar con los supervivientes, pero solo consiguió que le dijeran mentiras. La gente no podía soportar la verdad: nadie había conocido a un nazi. “Los escombros de Colonia se componen de las alfombras de las casas bombardeadas, de los vidrios de las ventanas, de libros, de las tejas caídas de las bellas y antiguas casas, y también seguramente de la sangre de los 200.000 muertos, un cuarto de la población de la ciudad”. Uno de cada cuatro, a los que hay que sumar los jóvenes que estaban en el ejército viviendo otra destrucción.
En Nápoles cuenta el soberbio narrador que fue Norman Lewis cómo un príncipe superviviente se acercó a los servicios de ayuda británicos rogando que a su hermana, una muchacha palidísima de 24 años que le acompañaba, se le permitiera ingresar en un burdel del ejército. Cuando le dijeron que no existía tal institución exclamó “A pity” y se retiró muy contrariado. En Nápoles, con el mar rodeando el paisaje por todas partes, no era posible beber un solo vaso de agua. La población moría de sed y la ciudad se había convertido en una leprosería.
El recuerdo de la II Guerra Mundial es imprescindible ahora que aquella Europa ha desaparecido
La espantosa miseria de la población parisina, aquel Londres que a Edmund Wilson le llevó a exclamar que “se parecía a Moscú”, el horror de un continente en ruinas, contrastan con la altivez insoportable de los dirigentes de la industria química IG Farben, la que fabricaba el gas Zyklon B para los hornos de exterminio, que se permitían despreciar a los servicios de información americanos y exigían que les mandaran un coche para ir a declarar (R. Thompson Pell, Fránc-fort, abril 1945). Aquellos tipos (algunos serían luego condenados en Núremberg) tenían la certeza de que el Gobierno americano los necesitaba para reconstruir la industria alemana.
Son cientos los relatos de primera mano que nos permiten vivir desde dentro el infierno que fue, no ya la guerra, sino la posguerra europea. Un ejercicio de memoria que, como decía al comienzo, es imprescindible ahora que aquella Europa ha desaparecido y sus muertos parecen haber muerto definitivamente. ¿Cómo no va a ser posible una nueva destrucción cuando vemos que al fin y al cabo en unos años los causantes de semejante horror son ahora quienes dirigen el continente? ¡Y menos mal que no nos dirigen los ingleses, los rusos, los italianos o los franceses!
En la edad clásica, cuando un monarca o una nación eran derrotados, por lo general desaparecían sin hacer ruido. Allí se fueron los griegos vencidos por los romanos, y los cartagineses y los iberos y más tarde los imperios centrales o el Sacro Imperio, los Caballeros Teutones o la Sublime Puerta. Nuestro tiempo es particularmente enigmático y una nación causante del mayor asesinato masivo de la historia de la humanidad, derrotada y hundida, se convierte de nuevo en la jefa de sus víctimas al cabo de unos escasos 50 años.
A los pies del Ángel, 70 millones de cadáveres observan estupefactos el presente. ¿Para esto hubo que matar a tanta gente? ¿Para que todo siguiera igual? ¿Para que Alemania unificara de una vez a Europa? ¿Después de Auschwitz no más poesía? Después de Auschwitz todo es Historia.
Félix de Azúa es escritor.


Los monstruos

No es casual la multiplicación de los programas gastronómicos en televisión: hay que apaciguar al monstruo que llevamos dentro. Recuerdo una agria discusión política, hace siglos, allá en 1975, que se zanjó cuando uno de los contrincantes consiguió inyectar la dosis necesaria de ironía: “Fulano, el monstruo que todos llevamos dentro, tú lo llevas por fuera”. Y Fulano no tuvo más remedio que reírse y enfundar el monstruo. Hay que tener entretenidos a los monstruos, empezando por el propio. Para que no escapen hay algunos recursos experimentados a lo largo de la historia, eso sí, con relativa eficacia, pues hay monstruos que, una vez sueltos, corroen todo. No dejan una palabra sana. Solo cáscaras de lenguaje. No hay mejor antídoto contra la proliferación de monstruos que la libertad. Y la libertad, esa magnífica invención, existe cuando se ejerce. La cuestión catalana no se soluciona con intimidación. Ya andan sueltos algunos aprendices de monstruos que hablan de suspender la autonomía de Cataluña, y los que incluso amagan con eufemismos golpistas, o contribuyen al cambio climático con declaraciones no sé si volcánicas o balcánicas. Tampoco sé si entra en la política de apaciguar monstruos, pero en este contexto llama la atención el discreto acuerdo de la mayoría parlamentaria por el que la Fundación Francisco Franco no deberá devolver ni un céntimo de las subvenciones (150.840 euros) recibidas del Ministerio de Educación y Cultura, supongo dedicadas a pedagogía pacifista. Contrasta esta relajación con el ímpetu con que se ha denunciado el simposio de historiadores España contra Cataluña. El título es una calamidad. Pero habría sido muy positiva la presencia de todos los escandalizados en la conferencia inaugural del catedrático emérito Josep Fontana, por cierto, doctor honoris causa por la Universidad de Valladolid, y que es a la historia lo que Pau Casals a la música. El título de su último libro lo dice todo: El futuro es un país extraño.
fuenteshttp://elpais.com/elpais/2013/12/13/opinion/1386947415_910698.html

1914 y los fantasmas del pasado

En un libro de fotos antiguas de la ciudad de Reims encontré una muy singular que lleva por título Un petit écolier. Un niño de ocho o nueve años calzado con botas, bata escolar y cartera colgada al cuello, tiene el rostro cubierto con una mascarilla antigás tapada en la boca y el mentón por un pañuelo blanco. No figura la fecha exacta, pero corresponde a alguno de los años de la I Guerra Mundial donde esta región francesa de La Champagne-Ardenne sufrió terriblemente por ser frente de batalla. “La ciudad de Reims consigue, por sí misma, hacernos sentir mucho más cerca de la guerra, debido a que en su interior se respira una desolación absoluta”. Esto lo escribía la novelista norteamericana Edith Wharton en su libro Fighting France resultado de sus viajes por los frentes de batalla desde Dunkerque hasta Belfort.
La autora de La edad de la inocencia(premio Pulitzer, 1920), vivía en Francia desde el año 1910, en París. Allí la sorprendió el estallido del conflicto. Además de escribir estas crónicas para la Scribner’s Magazinecolaboró con la Cruz Roja francesa, por lo que le otorgaron la Legión de Honor. El 13 de agosto de 1915 firma su paso por la bimilenaria ciudad del río Vesle donde Juana de Arco, en el año 1429, hizo coronar en la extraordinaria catedral a Carlos VII. Wharton, en ese día, asistió a un acontecimiento memorable, el bombardeo de la ciudad y el incendio de gran parte de esta joya de la arquitectura. “Cuando comenzaron a caer las bombas alemanas, la fachada occidental estaba cubierta de andamios. Los proyectiles les prendieron fuego y toda la catedral quedó envuelta en llamas”. Wharton se estremece con aquella visión dantesca, pero, a la vez, se queda igualmente fascinada por los juegos de colores desprendidos de las lenguas de fuego. “La catedral de Reims resplandecía en todo su esplendor y, a la vez, moría ante nosotros, como una puesta de sol”.
Cuando la guerra terminó en 1918 la catedral tenía un aspecto lamentable como el resto de esta histórica urbe. Reconstruirlo todo llevó décadas. Aún hoy, en cada edificio del casco histórico hay una placa conmemorativa. Cuando el conflicto terminó, Reims pensó que aquella pesadilla no regresaría nunca, pero, apenas dos décadas después, volvieron incrementados los mismos sufrimientos. Los remeses, los ciudadanos de Reims, los ciudadanos de la ciudad de Colbert (ministro de Luis XIV), los ciudadanos del Señor de la Salle, de la ciudad a la que La Fontaine había calificado como su favorita, emblema y honor de Francia, debieron sentirse como Job: “Aunque Dios me mate, confiaré en Él” (13-15).
Los europeos solo aceptarán la unificación si existe una identidad común
Reims fue de las primeras capitales que tomaron los nazis. Hoy, las placas de la reconstrucción comparten espacio con otras terribles que recuerdan las detenciones y asesinatos de la Gestapo. La sede de esta estaba instalada en un palacete de la Rue Jeanne d’Arc. Ese espacio, del que solo se conserva el lienzo de la fachada, es hoy un jardín donde están inscritos los nombres de quienes allí fueron torturados y murieron por defender “tu libertad”. Siempre he entendido que no solo era por defender la libertad de los franceses, sino de la humanidad. Estas placas son voces que hoy pocos escuchan creyendo que nada del pasado se puede volver a repetir. ¡Ojalá!
Luuk van Middelaar, un joven intelectual adjunto al presidente del Consejo Europeo, Herman van Rompuy, autor de un magnífico ensayo titulado El paso hacia Europa (Galaxia-Gutenberg), escribe sobre la amnesia que provoca el transcurso del tiempo en las nuevas generaciones: “La última guerra intraeuropea (exceptuando las de los Balcanes) ha desaparecido de la memoria colectiva. El sufrimiento se ha ido diluyendo. La paz en Europa se ha convertido en algo que se da por supuesto. Esta forma de legitimidad ‘romana’ dio brillo al acto fundacional, pero ya no servirá más, de no ser al elevado precio de una nueva guerra”.
Me estremezco cuando contemplo las imágenes de las feroces luchas entre policías y grupos de extrema derecha, neonazis, repartidos de nuevo por toda la geografía europea, desde Grecia hasta Francia, incluso subiendo ya las escaleras de los parlamentos correspondientes a los que, de seguro, volverían a prender fuego. Me estremezco igualmente con los antisistemas de cualquier signo. Los fantasmas del pasado siguen ahí a pesar de que los creíamos exorcizados con la letra de aquella canción que Marlene Dietrich cantaba en la película de Billy Wilder Berlín Occidente: “Entre las ruinas de Berlín / los árboles florecen como nunca lo han hecho / Algunas veces por la noche sientes el pesar / El perfume de un dulce despertar / Es cuando finalmente te das cuenta / de que no volverán los fantasmas del pasado / Una nueva primavera irá a comenzar…”. Para alejar estos fantasmas del pasado, es decir, todas las guerras civiles europeas de siglos, la Comunidad debería haberse esforzado más en llevar a cabo programas de educación común en donde se explicara la historia del continente como algo de lo que participamos todos y de la que ya no hay vencedores ni vencidos. Fortalecer el conocimiento común entre los jóvenes, facilitar el aprendizaje de las lenguas y normalizar el movimiento de estudiantes entre colegios y universidades. Todavía no hay nada específico en la enseñanza primaria, media y universitaria que nos identifique como europeos.
Mientras tanto, crecen en Europa las identidades más obsesivamente locales, centradas en algunos países, pero cuya contaminación se puede extender rápidamente por el resto de otros Estados que todavía se sienten indemnes. La Comunidad Europea, más centrada en asuntos económicos y de poder, ha relegado a un segundo o tercer plano los asuntos educativos y los culturales. Presupuestos mediocres para ambos y relevancia insignificante. A los 100 años del inicio de la I Guerra Mundial, ¿cuántos niños europeos podrían dar una explicación coherente de la misma, desde su condición comunitaria y no nacional? ¿Cuántos programas hay en este momento desarrollados por la Comunidad para explicarles a nuestros jóvenes aquellos sucesos que se prolongarían en otra contienda casi sucesiva? ¿Habrá conciencia hoy de que la destrucción de la catedral de Reims era la destrucción de un patrimonio no solo francés, sino también europeo y, por supuesto, universal?
La Comunidad ha relegado a un segundo o tercer plano los asuntos educativos y los culturales
En el libro de Van Middelaar hay un capítulo muy ilustrativo de cuanto acabo de afirmar. Un capítulo dedicado a enumerar las derrotas que muchos Estados europeos han infligido a la Comunidad, negándose a tomar medidas unificadoras en la política educativa y, sobre todo, cultural. Enumerarlas aquí sería prolijo, pero rescataré uno de los ejemplos que él da. La Comisión encargó la redacción de un libro de historia de Europa dirigido al público y editado en muchos idiomas:Europa: historia de sus pueblos (1990). El autor, Jean Baptiste Duroselle, narraba el triunfo moral “de la unidad europea sobre las fuerzas malignas de la división”. Las críticas fueron terribles sobre todo en Inglaterra y Francia. Finalmente, la Comisión se retiró del proyecto. Lo mismo pasó con un libro de texto. Doce historiadores, uno por cada país, mantuvieron peleas eternas ya no solo por los contenidos, sino por la terminología. Todo esto demostraba lo difícil que era ponerse de acuerdo sobre una “versión europea neutral” de los acontecimientos históricos.
Los fracasos en asuntos culturales se acumulan: problemas para la libre circulación de bienes y servicios culturales, problemas para la creación de una industria cultural europea, problemas de coordinación para programar proyectos culturales comunes, problemas en la defensa del patrimonio histórico artístico común, fracaso en la creación de institutos culturales comunitarios, fracaso en la creación de medios audiovisuales, coproducción y distribución de películas, etcétera. Pero lo más tremendo es la aceptación del fracaso por parte de la Comisión y el Parlamento respecto a que la Unión tuviera un eje de cultura común. Desde Maastricht, en 1992, se aceptó que la Unión no tenía una única cultura (lo cual no significaba dejar de reconocer la pluralidad) y desde entonces se evitó hablar de “cultura europea”. Coincido con Van Middelaar cuando afirma que la unificación europea solo se conseguirá si los europeos la quieren; que “los europeos solo la querrán si existe una identidad europea” y esta solo se desarrollará si las nuevas generaciones tienen información adecuada y suficiente. Hasta el día de hoy no es así.
César Antonio Molina fue ministro de Cultura y dirige la Casa del Lector

Cataluña: buscar soluciones

Los españoles están viviendo con incertidumbre el conflicto territorial abierto por la iniciativa independentista planteada en Cataluña. Un dirigente socialista me dijo hace tiempo que el tema territorial está en el ADN de los españoles y que se reabría, con mayor o menor crudeza, cada cierto tiempo.
Hace 35 años la Constitución Española dio una respuesta razonable al problema, al diseñar un modelo territorial, el Estado autonómico, abriendo un proceso de descentralización política sin precedente en nuestra historia. El Estado autonómico ha sido un éxito de nuestra democracia. Alfonso Guerra, en una reciente entrevista en EL PAÍS, decía que los partidos nacionalistas aceptaron hace 35 años este modelo, renunciando al derecho de autodeterminación. El tiempo, ha demostrado que, el problema de fondo subyace, alimentando las reivindicaciones de los nacionalistas.
La decisión de Artur Mas de convocar un referéndum para que Cataluña pueda decidir convertirse en un Estado independiente ha reabierto, con mayor gravedad, el conflicto territorial. La iniciativa de Mas es irresponsable y tenemos el derecho a pensar que actúa en el escenario político como una cortina de humo ante los problemas económicos y sociales provocados por los recortes y ajustes del Gobierno catalán. Ha servido para tapar el análisis de las causas profundas de la crisis, de sus verdaderos responsables, y a extender un velo de confusión sobre las políticas antisociales de la Generalitat.
Pero, más allá de la iniciativa del presidente catalán, el problema de fondo existe: un sector importante de la sociedad catalana comparte un sentimiento independentista. No voy a referirme a la gestión del Estatuto de Cataluña y a la sentencia del Tribunal Constitucional, pero sí señalar que el anticatalanismo y el antiespañolismo han alimentado aquel sentimiento. La “teoría del expolio” de Cataluña por España —el foroEspaña contra Cataluña, una mirada histórica es una buena muestra— y la catalanofobia desatada por sectores de la derecha española representan claros ejemplos. En este contexto, quiero aportar algunas reflexiones:
1. Tengo serias dudas, de que el referéndum vaya a celebrarse. Mucho menos en un contexto de ilegalidad constitucional. Y veo imposible un acuerdo con el Gobierno para su autorización, no solo por razones constitucionales, ya que atentaría contra el artículo 2 de la CE, sino también por razones políticas que, son tan obvias como evidentes.
La decisión sobre la consulta está conduciendo a Mas a un callejón sin salida
2. Las dos preguntas para el referéndum no eliminan estas dudas. Están en la senda de la fuga hacia delante de Mas y los nacionalistas. Inducen a la confusión de los ciudadanos y más bien parecen responder a las diferencias internas de los partidos que apoyan el referéndum sobre el derecho de autodeterminación.
3. Estamos asistiendo a posiciones de enroque tanto del presidente del Gobierno como del presidente de la Generalitat. La fuga hacia adelante de Mas no puede ser excusa para una actitud inmovilista de Rajoy: el problema no se soluciona dejando pasar el tiempo. Haya o no consulta, el problema continuará estando ahí.
4. La decisión sobre la consulta está conduciendo a Mas a un callejón sin salida. Se ha visto desbordado por la presión cívica que él mismo ha provocado. Da la impresión de que ha perdido el control de la situación y se suma a la dinámica impulsada por la Asamblea Nacional de Cataluña. La experiencia ha demostrado que, cuando haces una determinada política que no ha sido históricamente la tuya, la gente prefiere el “original” a la “copia”, lo que explicaría la intranquilidad de muchos dirigentes de CiU ante el ascenso electoral de quien tiene el “pedigrí” independentista, ERC.
5. La fractura existente entre los catalanes evidencia que una buena parte de esta no quiere la independencia y prefiere que Cataluña siga jugando un papel importante en España y con esta en el proceso de construcción europea. Ahora bien, estos ciudadanos se han encontrado desasistidos. Tienen dificultades para encontrar un referente político que pueda encauzar esta corriente cívica. No lo es el PP catalán por su marginalidad en Cataluña ni Ciutadans por su carácter minoritario y la ausencia de un proyecto de Estado. La pregunta surge de inmediato: ¿puede serlo el Partido Socialista de Cataluña (PSC)? Creo que puede y debe serlo, a pesar de todas las dificultades y errores. EL PSC ha sido mucho tiempo el partido mayoritario, ha representado y representa los intereses de las capas más débiles, tiene una clara trayectoria catalanista, participa junto al PSOE en un proyecto de España que apuesta por soluciones federales al problema territorial y mediante la clarificación de sus mensajes y propuestas está avanzando en el reto de recuperar la centralidad en el seno de la sociedad integrando a todos los catalanes.
Es necesario, en fin, restablecer los vínculos entre catalanes y el resto de los españoles como parte de la solución del problema. Que todos nos sintamos respetados y queridos. Sobra la amenaza y el chantaje por parte de nadie. Nadie puede eludir su responsabilidad y, al hablar de referentes políticos, es fundamental el papel del Gobierno y del PSOE. Deben ponerse de acuerdo y enviar un mensaje esperanzador a los catalanes. Hoy existen escasas condiciones para ello. Pero lo que hoy aparece como imposible puede dejar de serlo: es cuestión de política. El Gobierno debe tomar la iniciativa. Cuando Rajoy alega que no reforma la CE porque los nacionalistas siempre quedarán insatisfechos está trasladando un mensaje negativo a los catalanes: la CE como instrumento de enroque y cierre. Pero la CE es la clave de la solución del problema, pero solo lo será a través de su reforma federal, dialogada y consensuada, como nuevo lugar de encuentro de territorios y de ciudadanos.
Manuel Chaves, expresidente de la Junta de Andalucía, es diputado por Cádiz.


Reformar la Constitución

Está fuera de toda duda que el 9 de noviembre de 2014 no se va a celebrar el referéndum propuesto el pasado jueves por el presidente de la Generalitat. La competencia para convocar un referéndum pertenece al Estado y tendría que ser, por tanto, el Consejo de Ministros el que diera el primer paso para que el referéndum pudiera celebrarse. El presidente del Gobierno ya ha anunciado que no existe siquiera la posibilidad que dar ese paso pueda ser tomada en consideración.
También creo que está fuera de toda duda que la voluntad que empezó a constituirse en la sociedad catalana tras la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la reforma del Estatuto de autonomía no va a desaparecer porque no pueda expresarse en referéndum, convocado por el Estado. El contenido exacto de esa voluntad lo desconocemos, porque para ello sería necesario que se celebrara el referéndum, pero tenemos suficientes indicios para llegar a la conclusión de que la fórmula Constitución / Estatuto de autonomía, que es la que el Gobierno sigue ofreciendo a los ciudadanos de Cataluña para su integración en España, ya no es aceptada de manera muy mayoritaria por ellos. Los resultados electorales de estos tres últimos años y los datos que ofrecen todos los estudios de opinión son suficientemente inequívocos y expresivos. La norma va en una dirección. La realidad en otro.
Nos encontramos, pues, ante un problema materialmente constituyente, en cuyo origen hay siempre una tensión entre derecho y política, entre legalidad y legitimidad. El derecho no permite la celebración del referéndum propuesto por la Generalitat. La política exige, si no la celebración del referéndum, sí que se abra camino a una fórmula distinta a la Constitución / Estatuto de autonomía para resolver el problema de la integración de Cataluña en España.
Con base en la Constitución no se me ocurre otra salida que la de la reforma de la Constitución. La sociedad española no ha sido capaz de enfrentarse hasta la fecha en sede constituyente con el problema de su articulación territorial. O ignoró el problema en el siglo XIX o lo resolvió en los dos procesos constituyentes del siglo XX mediante la remisión de la Constitución a los Estatutos de autonomía. Esta fórmula ha dado ya de sí todo lo que podía dar de sí, como la experiencia de las últimas reformas estatutarias ha puesto de manifiesto.
La sociedad española tiene que coger el toro de su articulación territorial por los cuernos e intentar resolverlo mediante la definición de la estructura del Estado en la propia Constitución. Tal vez el callejón sin salida en que se ha convertido la integración de Cataluña en España con base en el actual bloque de la constitucionalidad pueda ser una buena ocasión para hacerlo.

La igualdad no es un valor

Por  | Portada | 12.12.13
¿Qué me dicen de esto?: “La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”. Bueno, nos lo podríamos tomar como una mera advertencia, pero quizá no estaría mal tenerlo en cuenta cada vez que vemos asomar unas tijeras amenazantes, ¿no creen?
Estas palabras, que pertenecen a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, nos las recuerda Ricardo García Manrique, en el primer capítulo de su libro La libertad de todos(El viejo topo, 2013). Un libro en el que este profesor de Filosofía del Derecho de la UB habla de la libertad de todos los días, la que no se escribe con mayúsculas, la que está ligada a esos parientes pobres de los derechos humanos que son los derechos sociales.
Ricardo García Manrique | Foto: Rosa Font
Ricardo García Manrique | Foto: Rosa Font
El subtítulo de tu libro, Una defensa de los derechos sociales, está a la orden del día con la que está cayendo…Pues yo creo que sí, porque los derechos sociales son los que más sufren en estos tiempos de crisis económica y de hegemonía liberal y, por tanto, los que requieren mayor defensa. ¿Qué es lo que serecorta día sí y día también? Precisamente los derechos sociales, esto es, la educación, la sanidad, los salarios y demás condiciones laborales, etc. Por supuesto, esto no significa que sean los únicos derechos amenazados, y ahí tenemos el proyecto de ley de seguridad ciudadana del gobierno español, que ataca y reduce varias libertades públicas y que por esta razón ya ha sido cuestionado por el Consejo de Europa. De una forma o de otra, cualquier derecho fundamental refuerza la posición de los ciudadanos y limita correlativamente a los que detentan el poder político y el económico, y de ahí la permanente tentación de reducir su alcance.
Cuando hablamos de derechos fundamentales en general no suele aparecer la palabra mercado en el discurso, excepto cuando el debate se centra en los derechos socialesEs cierto, y a mi juicio esto significa que no nos tomamos del todo en serio el carácter fundamental de estos derechos. Porque si algo se protege a través de esa técnica jurídica que llamamos derecho fundamental es porque se considera que ese algo es tan importante como para asegurar su disfrute por parte de todos los ciudadanos en pie de igualdad y no que unos puedan tener más y otros menos de ese algo. De aquí sigue que se trata de bienes que no pueden comprarse ni venderse, porque su disfrute no puede depender de la capacidad económica de cada uno. Esto sucede, en efecto, con los derechos civiles y los derechos políticos. En cambio, cuando de derechos sociales se trata, solo se aseguran unos mínimos a toda la ciudadanía, pero sigue siendo posible comprar más o mejor de lo mismo en el mercado (más o mejor educación o sanidad, por ejemplo), con lo que no es cierto que los ciudadanos sean tratados igualmente en relación con aspectos tan importantes de su vida como esos. Y esto contradice la lógica propia de los derechos fundamentales.
Uno de estos, por ejemplo, es que todos tenemos derecho a un voto en las eleccionesClaro, y no se permite que, además, se puedan comprar más votos en el mercado, porque creemos que eso contradiría la igualdad política que está inscrita en la idea misma de los derechos. A nadie se le ocurre que las libertades públicas se garanticen por la vía ciudadana solo hasta un cierto punto y que luego podamos adquirir cantidades adicionales de libertad, porque las libertades están sustraídas del tráfico mercantil. En cambio, a la mentalidad liberal que inspira nuestra práctica política y nuestro sistema jurídico no le sorprende que, en materia sanitaria o educativa, solo se garanticen unas prestaciones básicas y que luego los más pudientes, si quieren, estén en condiciones de comprar educación y sanidad privadas, generando una desigualdad evidente e injusta. Y de otros derechos sociales todavía menos protegidos, como el de la vivienda, ¿qué decir? Nadie duda de lo importante que es tener un sitio adecuado para vivir y, sin embargo, permitimos que mucha gente no lo tenga y en cambio miles de viviendas permanezcan vacías.
Pues el negocio que hay entorno a estos derechos no es precisamente pequeño…Desde luego, y acaso por ese motivo se renuncia a garantizar la vivienda como un derecho, porque supondría el final de por lo menos buena parte del negocio inmobiliario; pero si algo es realmente importante para llevar una vida decente (y nadie duda de que la educación o la sanidad o la vivienda o ciertas condiciones laborales son importantes en ese sentido), entonces ese algo no debería poder ser comprado o vendido o negociado, sino que debería garantizarse con carácter general. De un modo muy distinto, si la futura ley de seguridad ciudadana acaba por recortar algunas de nuestras libertades públicas, lo hará para todos igual. Será seguramente injusto porque seremos menos libres de lo que deberíamos, pero más injustos todavía son los recortes de los derechos sociales, porque cuando se recorta la educación o la sanidad solo se hace para algunos, no para todos, no para los que tienen medios suficientes para seguir satisfaciendo ese tipo de necesidades a través del sector privado. Entre los que, por cierto, se encuentran los autores de los recortes, lo cual añade un plus de desvergüenza a la cosa, porque los recortes no les afectarán a ellos sino a los demás.
El Viejo Topo
El Viejo Topo
Los derechos sociales han tenido una trayectoria accidentada con respecto a la de otros derechos fundamentales. ¿Por qué? ¿Qué los distingue del resto?La verdad es que poco, al menos en el plano de las ideas. Los derechos sociales protegen bienes tan importantes como los que protegen los demás derechos. Los derechos sociales pueden garantizarse jurídicamente como los demás derechos. Asegurar los derechos sociales cuesta dinero, lo mismo que cuesta asegurar cualesquiera otros derechos. La conciencia histórica de su relevancia es la misma, porque los derechos sociales vienen reivindicándose por lo menos desde finales del siglo XVIII. Acaso la gran diferencia cabe ubicarla en el plano de los hechos, y es que los derechos sociales amenazan el orden social vigente de un modo en que no lo hacen los demás derechos, y los más favorecidos por ese orden social no están dispuestos a perder su posición privilegiada, como sucedería si se atribuyese a todos los ciudadanos cierto número de derechos sociales fuertes. Yo diría que esta resistencia a la igualación de las condiciones vitales de las personas es la fuente de la que mana la discriminación de esta clase de derechos.
En tu libro haces un análisis político de los derechos sociales alejándote de cuestiones jurídicas más técnicasLo hago así porque creo que la teoría y la práctica han demostrado ya con creces que los derechos sociales pueden ser protegidos jurídicamente igual que los demás. Muchos otros se han ocupado de este asunto y lo han hecho muy bien. En cambio, me ha parecido más interesante poner de relieve que los derechos sociales suscitan una cuestión política fundamental: la de si queremos ser una comunidad de ciudadanos igualmente libres o no. Sin derechos sociales fuertes, unos ciudadanos son más libres que otros. ¿Es esto lo que queremos? Y esta pregunta es sin duda una pregunta política más que jurídica. Porque la política es, ante todo, la discusión acerca del tipo de comunidad que queremos ser o acerca del tipo de vida que creemos que ha de ser posible vivir; me parece que una comunidad será muy distinta en función de cómo organicemos actividades tan básicas como la educación, la asistencia o el trabajo, y a estas actividades se refieren los derechos sociales. En todo caso, tratándose de derechos, lo jurídico no podía ser ajeno a los argumentos del libro, que cabe calificar como un ensayo de filosofía jurídico-política.
Entre los valores asociados a los derechos sociales se habla mucho de igualdad, pero tú prefieres hablar de libertadEn efecto, ha sido tradicional vincular los derechos sociales con el valor de la igualdad, pero yo creo que esto es un error. Los derechos sociales no sirven a la igualdad porque la igualdad no es un valor. Lo muestra el hecho de que muchas igualdades no las consideramos valiosas en absoluto (por ejemplo, en la manera de vestir o en el color del pelo o en los libros que leemos o en el tipo de relaciones afectivas que mantenemos o en la religión que practicamos). La igualdad que es valiosa es la que es justa, y solo algunas igualdades lo son, luego es la justicia la que es valiosa y no la igualdad como tal, que puede ser buena, mala o irrelevante.
¿Y ahí es donde entra la libertad?Sí. El valor al que sirven los derechos sociales es sin duda el de la libertad, que es el valor al que sirven todos los derechos humanos. Si estamos bien educados, bien asistidos, y disfrutamos de un buen trabajo y de una buena vivienda, resulta obvio que somos más libres porque podemos hacer más y mejores cosas y porque estamos libres de la ignorancia, de la enfermedad, de la necesidad y de la dominación. Esto, creo yo, lo entiende cualquiera, salvo ciertos teóricos liberales que sostienen una extraña, por restringida y por estéril, concepción de la libertad, una concepción según la cual el culto no es más libre que el inculto, y el sano no es más libre que el que está sujeto a la enfermedad, y el empresario no es más libre que el trabajador, y el rico no es más libre que el pobre.
Estos mismos teóricos liberales quizá dirían que si somos más iguales somos menos libresBueno, durante mucho tiempo se ha planteado la relación entre la libertad y la igualdad como la de dos valores contrapuestos, de manera que aumentar la una significaría disminuir la otra y viceversa. Y no es así: los derechos sociales lo que igualan es la libertad de las personas, luego no tiene sentido contraponer libertad con igualdad. Lo que sí es cierto es que si yo igualo la libertad de las personas, algunas de ellas, las que antes tenían más, ahora tendrán menos, perderán libertad, pero a costa de que otros la ganen; porque no hay que olvidar que la libertad es un bien limitado y la cuestión es cómo la repartimos. Los derechos sociales, por tanto, no presuponen un dilema entre la libertad y la igualdad que resuelvan a favor de la segunda, sino que presuponen un dilema entre la mucha libertad de unos y la poca libertad de otros, que resuelven distribuyéndola entre todos por igual.
Algunos dirían que en tiempos de crisis no es momento para ponerse a revisar conceptosEs precisamente al contrario. Cuando el pastel es grande, los que reciben un pedazo más pequeño pueden contentarse si ese pedazo resulta en todo caso suficiente. Cuando el pastel no es tan grande, ese pedazo pequeño puede resultar insuficiente y los que lo reciben no pueden contentarse con él, con lo que deberían preguntarse si hay razones para que otros reciban un trozo mayor.
Si esa es la pregunta, la cuestión no está en los recursos disponibles
No. Hay quien dice que el momento de los derechos sociales es el de la bonanza económica, que permite repartir entre todos el excedente de riqueza por la vía de esos derechos, pero que cuando acaba la bonanza hay que apretarse el cinturón y renunciar a ellos en mayor o menor medida. Esto no tiene sentido, porque los derechos sociales constituyen un criterio igualitario de reparto de aquello que es importante, y su vigencia no depende de la mayor o menor cantidad que haya que repartir; por eso, los derechos sociales no están hermanados con la abundancia ni peleados con la escasez. En todo caso, respetar ese criterio igualitario es tanto más perentorio cuanto menor es la cantidad disponible. O sea, que si hay que apretarse el cinturón, los derechos sociales requieren que todos nos lo apretemos por igual, y si el pastel ha menguado, los pedazos que habrá que reducir en primer lugar son los más grandes y no los más pequeños.
Entonces, ¿cuál debería ser la concepción de los derechos sociales para que tuvieran el mismo estatus que el resto de derechos fundamentales?Enunciarla es sencillo, llevarla a la práctica no tanto. Se trata de que los bienes vinculados con los derechos sociales se asignen a todos los miembros de la comunidad por igual, esto es, en tanto que ciudadanos, en vez de ser asignados a través del mercado, que genera siempre un reparto desigual, porque desiguales son nuestras capacidades económicas. La lógica de los derechos fundamentales ha de ser siempre la lógica de la ciudadanía y no la del mercado, y esto insisto en que ha de valer también para los derechos sociales. Si queremos ser una comunidad de personas igualmente libres, todo aquello que asegura nuestra libertad no puede ser objeto de tráfico mercantil. Parafraseando el anuncio de una tarjeta de crédito, hay cosas que el dinero no debería poder comprar.
¿En qué se traduce de manera práctica?
Contra lo que muchos creen, desmercantilizar no significa necesariamente estatalizar ni renunciar a la iniciativa privada. Un ejemplo muy claro lo tenemos en la educación concertada, que es de iniciativa y gestión privadas pero que está abierta a todos por igual porque el estado se encarga de financiarla. Bueno, al menos ese es el espíritu de la legislación que regula la concertación educativa. Otra cosa es que, en la práctica, las leyes no se cumplan, o que su letra no esté a la altura de su espíritu, y así la escuela concertada establezca un sistema de precios más o menos encubierto que discrimina a los niños en función de la capacidad económica de sus familias. Lo cual, a mi parecer, es un escándalo, no ya solo porque se incumpla la ley, que también, sino porque con los impuestos de todos se acaba por sufragar en buena parte la enseñanza solo de algunos, de aquellos que están en condiciones de pagar las cuotas correspondientes.
Otra vez falla la práctica…Sí, pero la idea de la concertación educativa, como tal, es buena, porque permite conciliar la justicia con la iniciativa privada. Se trataría, pues, de extenderla lo más que se pueda y de mejorar su ejecución para que la escuela concertada quede realmente al alcance de todos, lo cual no me parece tan difícil. Esta es una vía, y la otra, por seguir con la educación, es ir mejorando progresivamente la escuela pública hasta que alcance el mismo nivel que la mejor escuela privada. De esta manera, la elección entre enseñanza pública y privada no se basaría en su distinta calidad y ningún niño saldría perjudicado por la elección de sus padres. Lo mismo, mutatis mutandis, cabe decir de la sanidad, o de otras formas de asistencia de quienes la necesitan, que tenemos socialmente muy descuidadas y que quedan libradas a las posibilidades, muy variables, de cada familia.
¿Y en el caso concreto del derecho al trabajo?El trabajo es otro cantar, porque sacar al trabajo del mercado supone renunciar a la economía capitalista, al menos tal y como la conocemos, aunque no al mercado como institución que regula la producción y el intercambio de bienes y servicios. Plantearse la superación del capitalismo, o de su concepción del trabajo, puede resultar ingenuo, pero lo cierto es que la lógica de la igual libertad ciudadana y de los derechos fundamentales que la sirven creo que debería conducir a la larga a un modelo de relaciones laborales que no permita la compra y la venta del trabajo, sino que se base en su regulación comunitaria y democrática. No tiene sentido que se postule como valor supremo la libertad de las personas, tal y como hacen las constituciones contemporáneas, y que luego se obligue a la mayoría a someterse a la voluntad de otros en una actividad tan relevante para la vida cotidiana como es la laboral.
Cada vez que escucho “superar el capitalismo” me viene a la cabeza lo de con la iglesia hemos topadoAsí es, con la iglesia del capital, la más poderosa de todas, pero cuya fe es mucho menos respetable que la de cualquier otra. En todo caso, creo que no hace falta abominar del capitalismo para aceptar algunas medidas más concretas que propongo al final del libro, que, por supuesto, nada tienen de originales y que otros han elaborado mucho mejor que yo: (1) la renta básica universal, que rompe el vínculo entre satisfacción de necesidades básicas y trabajo, esto es, que permite que la gente pueda vivir decentemente sin necesidad de someterse a las actuales condiciones, muy poco favorables, en las que se desenvuelve el trabajo; (2) el reconocimiento del trabajo doméstico como actividad laboral, con su consiguiente remuneración, que evitaría la tradicional discriminación de los (o más bien las) que se dedican a ese tipo de trabajo, que no se reconoce como tal porque no es mercantil; (3) el reparto entre todos del trabajo disponible, mediante una reducción progresiva de los tiempos laborales, lo cual hace ya mucho que es posible teniendo en cuenta los avances tecnológicos de todo tipo que han reducido el trabajo socialmente necesario. Si no se hace así, es en buena parte porque los beneficios empresariales no pueden tocarse, salvo para que aumenten, y de esta manera los beneficios de la tecnología redundan solo en unos pocos, al menos en lo que a nuestro trabajo y a nuestro tiempo libre se refiere. Si el trabajo se repartiese de manera más equitativa, alcanzaría para todos y todos trabajaríamos menos y viviríamos mejor. Y, por último (4), la democratización de las relaciones laborales, la cual debería ser una consecuencia de nuestras convicciones democráticas, que, paradójicamente, no rigen en el ámbito laboral, donde el trabajador sigue siendo súbdito y no ciudadano. ¿Cómo podemos afirmar que vivimos en una sociedad democrática si la más importante de nuestras actividades cotidianas, el trabajo, se desenvuelve en condiciones que la acercan mucho más a una monarquía absoluta que a una república?
Para terminar, ¿qué te ha motivado a escribir este libro?Ante todo, el cumplimiento de una de mis obligaciones académicas, la de pensar y escribir sobre estos asuntos. Que haya elegido en particular el asunto de los derechos sociales creo que se debe a un motivo que bien cabe llamar emocional y que puede explicarse así: la comunidad en la que vivo, la española, me ha permitido disfrutar de una vida muy decente en casi todos los aspectos, salvo en uno fundamental, que es el hecho de que otros de mis conciudadanos no disfrutan de unas condiciones vitales similares. Porque una vida humana no es del todo buena, ni del todo decente, si no lo es también la de los demás, la de los que son esencialmente iguales a uno. Yo quiero vivir bien, pero del todo no podré si los demás no viven igual de bien que yo. ¿Acaso puede uno disfrutar plenamente de su confortable vivienda sabiendo que otros carecen de ella? ¿Y puede uno alegrarse sin rubor de la buena educación que reciben sus hijos sabiendo que no está al alcance de los hijos de todos los demás? ¿No formamos acaso una comunidad, esto es, un conjunto de gentes cuyas actividades e intereses están vinculados y en la que todos dependemos de todos? Y siendo así, los beneficios de la vida comunitaria ¿no deberían alcanzar por igual a todos? Por eso he escrito este libro, para hacerme estas preguntas y tratar de responderlas, y para recordar algunas vías posibles de avance hacia una comunidad más justa y por tanto más feliz.