El sábado, las rachas de viento que hubo en el País Valenciano (de hasta 114 kilómetros por hora) hicieron que cayesen árboles y postes de electricidad, y que saliesen volando paneles, cornisas y placas solares. En Betxí, cerca de Vila-real, cayó la pared de un patio. La peor maldad de aquel viento fue que también cayó una de las esculturas de Juan Ripollés, el creador de la del aeropuerto de Castelló. Se trata de una escultura situada en una rotonda de acceso a la ciudad. Mide 29 metros de altura y pesa 35 toneladas. La inauguraron hace dos años. Se ven dos brazos con dos manos que sujetan una paloma. Ahora los brazos están en el suelo y la paloma, más que intentar elevar el vuelo, parece que quiera salir corriendo para no volver jamás.
Ante la gravedad de los hechos acudieron al lugar el alcalde de Castelló, el concejal de Seguridad Pública y el artista. Les acompañaban el ingeniero del proyecto, los mindundis que montaron la escultura según las indicaciones del gran Ripollés, la Policía Local y los bomberos. Al día siguiente, el diario Las Provincias explicaba que habían convocado una reunión para el lunes, a ver cómo harán para volver a levantar la obra.
En el 2010, cuando la inauguraron, el grupo socialista del Ayuntamiento castellonense preguntó si la instalación era segura. Poca broma si te caen 35 toneladas de arte en la cabeza. Ahora piden que se aclare cómo ha podido pasar lo que ha pasado. Eso, los socialistas. Los de Iniciativa-Compromís han recordado que "habría podido causar graves daños personales si hubiera caído encima de los vehículos" y, de paso, han pedido al Ayuntamiento que "explique las calidades de esta y otras estatuas", en alusión clara a la grandiosa escultura erigida en honor de Carlos Fabra, el impulsor del aeropuerto, aquel señor que, el día que lo inauguraban, preguntó a sus nietos: "¿Qué? ¿Os gusta el aeropuerto del abuelo?". Es una pregunta capciosa, la de Compromís, porque sólo la ignorancia puede hacer que alguien dude de la calidad de las obras de Juan Ripollés, un artista que, hoy día, es referencia obligada en el arte plástico del mundo entero. En los círculos artísticos de Nueva York, París o São Paulo, a Juan Ripollés lo sitúan en la línea de excelencia que, desde Praxíteles, nos lleva hasta Miguel Ángel, Rodin, Henry Moore, Chillida o Lichtenstein. "Toda la sabiduría de los grandes escultores de la historia revive en Juan Ripollés", me dijo no hace mucho un crítico de arte milanés. Quien quiera saber hacia dónde va la escultura contemporánea no se puede perder el hito histórico que supone Ripollés. Eso sí, que lleve en el bolsillo una bolsa de plástico por si la emoción -el síndrome Ripollés, como se denomina en referencia al síndrome Stendhal- le impresiona hasta el punto de hacerle devolver o regurgitar, que de ambas maneras (y algunas más) puede decirse.
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La proliferación de redes sociales entre los adolescentes y los preadolescentes es hoy motivo de preocupación. Semanas antes de que trascendieran algunas de estas últimas iniciativas, la conselleria d'Ensenyament había colgado una lista de consejos en su web para minimizar el peligro de que las nuevas tecnologías se conviertan en una eficaz herramienta de ciberacoso. No es un riesgo despreciable. Han aflorado ya muchos casos de bullying o chantaje que aprovechan el anonimato de las nuevas redes. Y no sólo entre las más señaladas estos días, como Gossip. Cualquier servicio de chat puede usarse como una eficaz plataforma de interrelación personal o de mero intercambio de apuntes -como los grupos de WhatsApp-, pero también es susceptible de transformarse en una autopista hacia el maltrato si media la mala voluntad.
Todas estas prevenciones, tan necesarias cuando se trata de alumnos de secundaria, tienen un valor relativo en el caso de los universitarios. Como mayores de edad que son se les supone capaces de discernir dónde está la línea roja que no debe traspasarse. Respecto al último fenómeno puesto en circulación, informer, serán ellos mismos quienes decidan el vuelo que le dan al proyecto. Si en esta plataforma se imponen las descalificaciones o los comentarios banales, será la propia comunidad universitaria la que acabará abandonando el servicio o convirtiéndolo en minoritario, así que no es necesario que los adultos perdamos mucho tiempo debatiendo qué hacer con él. Además, tampoco tenemos la más mínima capacidad de intervenir en el asunto.
Las críticas que se hacen estos días a los informers por fomentar el comentario anónimo demuestran hasta qué punto dificulta la brecha generacional la comprensión de las motivaciones de los jóvenes. Curiosamente, lo que plantean las promotoras de los informers, acaso sin ser plenamente conscientes de ello, es el regreso al anonimato en tanto que muestra de madurez. Y lo hacen como deconstrucción de la que ha sido la gran aportación de Facebook a la sociedad digital: invitar a la gente a dar la cara y a colaborar en la disolución colectiva del concepto de intimidad.
Los jóvenes usuarios de estas redes han aprendido de los errores que cometemos los adultos cuando nos lanzamos a hacer un uso entusiasta de las nuevas tecnologías. Saben lo larga que la lista de personajes públicos que han tenido que dimitir después de soltar majaderías en Twitter por pura enajenación transitoria. Y son muy conscientes de lo mucho que puede perjudicar a su futuro laboral que sus opiniones queden de por vida colgadas en la red. Un factor a tener en cuenta para entender por qué un colectivo con un 55% de paro opta por el anonimato. De hecho, en el propio Facebook muchos jóvenes ocultan su identidad real.
Si es cierto que la red de Mark Zuckerberg invita al voyeurismo y al narcisismo, ellos son más conscientes que nosotros de los riesgos de lo segundo.
Todas estas prevenciones, tan necesarias cuando se trata de alumnos de secundaria, tienen un valor relativo en el caso de los universitarios. Como mayores de edad que son se les supone capaces de discernir dónde está la línea roja que no debe traspasarse. Respecto al último fenómeno puesto en circulación, informer, serán ellos mismos quienes decidan el vuelo que le dan al proyecto. Si en esta plataforma se imponen las descalificaciones o los comentarios banales, será la propia comunidad universitaria la que acabará abandonando el servicio o convirtiéndolo en minoritario, así que no es necesario que los adultos perdamos mucho tiempo debatiendo qué hacer con él. Además, tampoco tenemos la más mínima capacidad de intervenir en el asunto.
Las críticas que se hacen estos días a los informers por fomentar el comentario anónimo demuestran hasta qué punto dificulta la brecha generacional la comprensión de las motivaciones de los jóvenes. Curiosamente, lo que plantean las promotoras de los informers, acaso sin ser plenamente conscientes de ello, es el regreso al anonimato en tanto que muestra de madurez. Y lo hacen como deconstrucción de la que ha sido la gran aportación de Facebook a la sociedad digital: invitar a la gente a dar la cara y a colaborar en la disolución colectiva del concepto de intimidad.
Los jóvenes usuarios de estas redes han aprendido de los errores que cometemos los adultos cuando nos lanzamos a hacer un uso entusiasta de las nuevas tecnologías. Saben lo larga que la lista de personajes públicos que han tenido que dimitir después de soltar majaderías en Twitter por pura enajenación transitoria. Y son muy conscientes de lo mucho que puede perjudicar a su futuro laboral que sus opiniones queden de por vida colgadas en la red. Un factor a tener en cuenta para entender por qué un colectivo con un 55% de paro opta por el anonimato. De hecho, en el propio Facebook muchos jóvenes ocultan su identidad real.
Si es cierto que la red de Mark Zuckerberg invita al voyeurismo y al narcisismo, ellos son más conscientes que nosotros de los riesgos de lo segundo.